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Opinión

En patera

Dios me libre de creer que sé tanto acerca de los desgraciados que llegan hasta nuestras playas en patera como para ser capaz de enmendarle la plana al responsable del departamento de Extranjería de la Policía Nacional de Balears. Pero quizá sepa lo suficiente de la naturaleza humana, tras cuarenta y cinco años dedicado a la tarea académica de investigar sobre ella e intentar entenderla, como para darme cuenta de lo que supone un drama tan actual. Y lo que me sale apunta a que muy pocos arriesgarían su vida de esa forma para apuntarse a un botellón. Puede que si el desespero les anima a embarcarse, si la suerte les acompaña para sobrevivir a la travesía y si el cónsul de Argelia no decide devolverles al lugar de procedencia, la necesidad de comer les lleve a esos inmigrantes hasta el robo. Robar es un delito, sin duda. Bueno; quizá me falle la lógica, sí, pero me cuesta mucho trabajo calificar a esas personas de delincuentes.

Mallorca no escapa a la ecuación general del drama de las pateras del Mediterráneo. Sucede sólo que quienes llegan a estas islas lo hacen en mejor condición que aquellos que son víctimas del negocio (de la estafa, habría que decir para dar en el clavo) que queda en manos de las mafias del Estrecho y de las costas africanas próximas a las Canarias. Del puerto argelino de Dellys, lugar de procedencia de la mayoría de nuestros inmigrantes particulares, al sureste de Mallorca hay 143 millas náuticas, cerca de 265 kilómetros. Una distancia bastante mayor que la del paso del Estrecho de Gibraltar pero alejada en realidad todo un mundo de ese enclave tan estratégico por el hecho simple de que las pateras argelinas corren los peligros de la travesía sin los inconvenientes de la codicia mafiosa. Lo dice el reportaje que aquí se comenta: quienes anhelan alcanzar Europa desde Dellys pagan entre todos ellos el viaje y llegan a Mallorca en buen estado de salud.

Lo que no se dice, quizá porque tampoco es necesario hacerlo, es que nadie entre nosotros emprendería una epopeya semejante. Ni tampoco lo haría ningún africano, ya sea argelino, marroquí o subsahariano, si no se viese forzado a arriesgar la vida porque la alternativa supone morir de hambre o a causa de las guerras, sin más. Tampoco se dice, porque se sabe de sobra, que la desesperación es la fuerza que mueve a la inmensa mayoría de los inmigrantes. Cuando se habla de avalancha de pateras es ése el trasfondo que justifica que casi setenta desesperados hayan llegado a esta isla en lo que va de año. No se sabe cuántos serán los que lo intentaron sin lograrlo, los que se quedaron por el camino antes o después de embarcar.

El asunto de la inmigración es uno de los más propicios que hay para salvar las conciencias por la vía fácil. Podemos solidarizarnos con ellos sin coste alguno ni para nuestro bienestar ni para nuestra conciencia. Podemos sostener en la tertulia del café que todos los seres humanos deberían tener el derecho a vivir donde deseen. Es bien sencillo hacerlo, aunque tal vez sea oportuno recordar que esa misma es la tesis del más extremo de los pensadores neoliberales, Robert Nozick. Nozick cree que sí, que cualquiera tiene derecho a vivir en el paraíso occidental pero siempre que se entienda que los occidentales tenemos derecho a vivir en un lugar en el que no haya inmigrantes y expulsarlos cuando llegan a nuestras costas.

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