La vieja creencia de que un profesor o catedrático de universidad merece respeto y credibilidad por sí mismo y en función de la responsabilidad que desempeña, ha quedado desmontada con sonados y desagradables episodios vistos en los últimos tiempos en la UIB. El asunto del Minerval, sin embargo, sobrepasa todas las barreras imaginables porque deja en evidencia la falta de escrúpulos ante enfermos en situación complicada y el empeño de hurgar en su bolsillo. No es cuestión de cátedra, es el derrumbe de la humanidad imprescindible y previa a la asunción de cualquier tarea docente o didáctica.
La Agencia Española del Medicamento ha desautorizado la venta del Minerval porque, en el caso de poder ser considerado un fármaco, está en fase experimental. También le niega la condición de complemento alimenticio. Conociendo estos datos, produce todavía mayor impacto el comprobar cómo dos testigos describen ante el juez la forma en que Pablo Escribá les pautaba el producto y el comportamiento a seguir cuando éste les ocasionaba mareos, vómitos y diarreas. Digamos que, en el más benévolo de los supuestos, era una prescripción temeraria y oportunista en cuanto a la captación de beneficio económico.
Todo este asunto tiene ya serias contraindicaciones que afectan de lleno a la buena salud del campus y a la credibilidad sanitaria. Hay que ponerle remedio, en ambos ámbitos, en beneficio de todos. Ello debe pasar, de forma irreversible, por el esclarecimiento íntegro de los hechos y la imputación de responsabilidades si llegan a producirse. Nada sería peor que el estancamiento de la duda porque el ciudadano tiene derecho a la seriedad y, caso de mutar en paciente, a conocer la solvencia de los medicamentes que se le indican. Especialmente en casos graves.
