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Opinión

Disforia de género

Cuesta mucho trabajo hacer una columna de opinión sobre los derechos, regulados por otra parte por ley, de quienes sufren una contradicción entre la identidad sexual derivada de sus sentimientos y aquella otra de que disponen desde que nacieron. Cuesta opinar sobre este asunto porque resulta imposible, para mí al menos, escapar a los prejuicios, e incluso huyendo de ellos se debe aplicar en exclusiva la razón en un terreno en el que las emociones abundan. Porque se trata en esencia de un asunto emocional, no del tratamiento de una enfermedad, si bien cabría extender el concepto de las patologías hasta incluir en ellas las que tienen un componente indetectable salvo en la mente de quienes las padecen.

Aceptando, como dice la ley, que quien padece disforia de género tiene derecho a ser operado, aparecen de inmediato los inconvenientes para poder someterse a una operación de cambio de sexo compleja y, en términos estadísticos, muy rara. La lista de espera para que cualquier paciente de esa condición sea intervenido en el centro de referencia de Málaga es de hasta cinco años. Los costes en la sanidad privada resultan inasumibles para quien carezca de fortuna personal. De ahí que las autoridades sanitarias de Balears hayan creado una Unidad de Identidad de Género desde la que se presta atención psicológica a los afectados, al tiempo de que se barajan los pros y contras de disponer de un servicio local especializado en la modificación de los genitales.

Oriol Lafau, coordinador de Salud Mental en nuestra Comunidad Autónoma y médico psiquiatra de formación, ha puesto el dedo sobre la llaga en sus declaraciones a este diario al apuntar que se trata en esencia de un problema económico. Para poder operar a los pacientes de disforia de sexo sería necesario, como ha indicado el servicio de cirugía plástica de Son Espases, contratar dos cirujanos y formarlos en el Hospital Clínic para que estuviesen luego mano sobre mano durante todo el año salvo en los dos casos de intervención que se presentan, de promedio, a lo largo de los doce meses. Algo inasumible en términos de estricta lógica presupuestaria. Comparando esa necesidad con la del tratamiento quirúrgico en el cáncer de vulva, vagina, pene, ano o cuello uterino, por reducir la lista a los que guardan relación con el virus del papiloma humano, las diferencias en términos numéricos de los pacientes a atender son abrumadoras. Aparecen pues, como sucede en tantas otras ocasiones, dos valores contrapuestos, el de la eficacia en las inversiones económicas frente al del derecho al tratamiento incluso si estamos ante el caso de las enfermedades más raras y minoritarias.

Ha sido el filósofo Peter Singer quien mejor se ha acercado a ese tipo de dilemas morales en los que resulta necesario hacer una cosa y la opuesta a la vez. Si bien él suele centrarse en los derechos de los seres no humanos, sus argumentos valen para este caso: el progreso moral consiste en ir incorporando como sujetos de derechos a quienes antes eran ignorados. Pero creo que en esa tarea no se puede dejar de lado a la multitud que cuenta con otras necesidades conocidas y aceptadas. En mi opinión, si hay que contratar dos cirujanos más en Son Espases, cabe exigir que su trabajo sirva para aliviar a la mayor cantidad posible de personas que padecen enfermedades graves.

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