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Opinión

Indultando

Indultando

Uno de los principios más esenciales de la Justicia, con mayúsculas, establece que las penas que recibe un condenado deben ser proporcionales a los delitos que haya cometido éste. Que ese principio queda muchas veces, en la España actual, en el limbo lo pone de manifiesto el que salga mucho más caro en términos de cárcel insultar a alguna institución del Estado o menospreciar a las víctimas del terrorismo que matar a alguien. El rapero Vatonyc tenía razón al sostener, con una mezcla de indignación y sarcasmo, que le habría valido la pena cometer un asesinato. Por más que haya delitos por completo repugnantes, y los de corrupción encabezan la lista, ese principio de la proporcionalidad debería estar en la mente de todos nosotros. Aunque por lo que hace a los corruptos haya que exigir la absoluta condición previa de haber devuelto los dineros robados.

Que la proporcionalidad quede a veces reducida a la nada justifica el que, en previsión de que tal principio pudiese sufrir distorsiones de cualquier tipo, la Carta Magna haya mantenido en sus artículos la facultad del Jefe del Estado, a propuesta del Ministerio de Justicia „que es, por tanto, quien decide en la práctica„, de conceder el beneficio del indulto por razones de justicia, equidad, utilidad pública o reinserción social del condenado.

Hay casos de libro en los que la Constitución acierta no sólo en el propósito sino en sus consecuencias porque el indulto queda más que justificado. En el reportaje que publica este diario hoy acerca de las concesiones de indultos en Balears, aparece el episodio de los insumisos de los tiempos inmediatamente anteriores a la desaparición del servicio militar obligatorio. Mantenerles en la cárcel habría sido, sobre una injusticia, un disparate. En otros casos el beneficio de la duda obliga a tener en cuenta la hipótesis de que el delito se cometió buscando compensar carencias ajenas y no para llenarse los bolsillos propios. Pero si dejamos de lado tales hechos, que cabe dar por excepcionales, el repaso de los indultos concedidos en este archipiélago durante la última década, doce docenas en total, sorprende. En los ejemplos que resalta y comenta este diario, las indicadas razones derivadas del deseo de un ejercicio sensato de las penas de cárcel parecen del todo ausentes. Ni los delitos de tráfico de drogas, ni las corruptelas ni las estafas justifican utilidad pública alguna, ni equidad, ni justicia, y los numerosos indultos relativos a penas de cárcel de menos de tres años permiten dudar acerca de que haya habido reinserción social.

Así que el lamento por vernos una vez más en el furgón de cola del Estado de las autonomías no debería llevarnos por esta vez al llanto. Que los indultos concedidos aquí alcancen un número menor queda compensado por la concesión de gracia derivada de una voluntad política bajo sospecha. Un condenado por malas prácticas que no cometió, un padre de familia que roba para dar de comer a sus hijos o un marido que descalabra a su suegro para poner fin a las palizas que daba éste a su hija son ejemplos nada teóricos sino reales de indultos no sólo justificables sino exigibles. Pero que se alivie la pena de quienes estafan o vacían las arcas del Estado lleva a desear que perdones de ese estilo no haya ninguno en estas islas durante la década que viene.

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