Enero de 2015. Parlament de Balears. Comisión de investigación del hospital de Son Espases. La diputada Fina Santiago (Més) interroga al hombre que siempre está en todas, pero nunca estuvo allí. Responde a las siglas BCM, las que grabó en pan de oro en la cima de la mayor discoteca de la isla. Se llama Bartolomé Cursach Mas, pero se hace llamar Tolo. Pasada la frontera de los 65 años, acude a la cita con la sospecha que siempre le acompaña sin la coleta que siempre le acompañó. Luce entradas y melena suelta, antes plateada, ya canosa. Esta vez le buscan las cosquillas porque se le ocurrió invertir en 2002 una millonada en terrenos rústicos que no valían gran cosa, pero luego resultaron estar junto a ese hospital de Son Espases que ubicó personalmente su amigo Jaume Matas. Como el expresident o la infanta, Cursach alega olvido e ignorancia. No recuerda qué hizo con sus millones hace trece años. "¿Quién se acuerda de lo que hizo hace trece años?", suelta con sorna. Fina Santiago, sorprendida y guerrillera, dispara:

- Son muchos millones de euros, yo me acordaría.

-Usted sí.

Cursach no tuerce la mueca, tras marcarse el vacile del día. La broma le había costado 13,5 millones de euros, pelillos a la mar: menos que eso, concretamente 9,6, había necesitado para salvar al Real Mallorca en 2002 y vendérselo luego a otro amigo de todos los charcos, Vicenç Grande. Para entonces el fútbol ya le ha había regalado el gustazo de quedar como héroe mallorquinista mientras los grandes hoteleros y su displicencia, Escarrer, Fluxá y Barceló, aportaban a la causa bermellona seis millones entre todos: calderilla para el capo de la noche.

Por eso la chulería de olvidarse de su dinero en sede parlamentaria: una decena de millones no es nada para el hombre hecho a sí mismo que hizo Mallorca para sí mismo. Tampoco significan para él gran cosa el Parlament ni sus preguntas incómodas. Ni eso, ni nada. Años de pasión por las cartas le han esculpido cara de póker, enmarcada aquel día del interrogatorio parlamentario por unas gafas de sol oscuras como las que lucía ayer cuando apareció la policía para detenerle: esta vez el sospechoso quizá sí estuvo allí.

Quizá. Solo quizá. Pero aún así tiembla Mallorca, que en la mañana de ayer era isla de sabios resabidos: casi todo el mundo sabía lo de Cursach, casi todo el mundo lo veía venir, casi todo el mundo habla de sus políticos en nómina desde tiempos de Cañellas, casi todo el mundo le relaciona con un par de delitos del Código Penal o con un par de lugartenientes detenidos por traficar, casi todo el mundo ha oído hablar de los paseos que daba en su Ferrari a mandos de la policía, casi todo el mundo tiene una anécdota a medio camino entre la realidad y la leyenda en la que se enhebran historias de contrabando y excesos con juergas de vividor ejemplar y maniobras dignas de un personaje de Mario Puzo. Casi todo el mundo sospechaba, pero Tolo Cursach nunca estaba allí.

De ahí el temblor, que quienes le tienen cogido el pulso a la isla creen mayor que el causado por la condena de Urdangarin Urdangarino por el encarcelamiento de Matas. Con ambos podría verse alternando en prisión, como antes alternó en libertad. Eran los años de la "alegría", como los definió el propio Cursach en el Parlament, donde recordó el decenio de los ladrillos dorados y los políticos que nunca tenían suficiente. Matas alimentó entonces su megalomanía con un Palma Arena cimentado en corrupción y con una ópera flotante pero frustrada; Cursach optó por la discreción personal y la megalomanía empresarial. De ella nacieron Megasport, Megapark y MegarenaMegasport,MegaparkMegarena. Todo grande. Todo mega. También responden a su genio otros templos de la noche y el desenfreno, como Tito's, Paradise, Riu Palace o el que ha exportado sus iniciales a los bailones de todo el mundo, BCM, una discoteca que, como otras del emporio Cursach, se monta y se desmonta al paso del inspector de turno, que llega solo previo aviso de vaya usted a saber quién, que Cursach nunca sabe nada porque nunca estuvo allí.

Aerolínea de chárter

Aunque saber no es necesario para hacer, como demuestra el propio Cursach, empresario descarado y audaz que se dio la torta al intentar montar una aerolínea de chárter. Lejos de arredrarse por no saber, siguió salpicando millones a diestro y siniestro: un día reflotaba un club de fútbol que no ha vuelto a levantar cabeza, otro montaba un parque acuático y compartía fiesta con Eduardo Zaplana o palco con el Rey Juan Carlos, y al siguiente alargaba sus tentáculos por Brasil y el Caribe, donde planeó una inversión tan grande (Puerto Plata) que la NASA y sus satélites evaluaron el impacto del resort en caso de catástrofe.

Siempre mutando, siempre sospechoso de estar en todo, siempre sin estar allí. Hasta ayer, cuando la policía con la que antes paseaba le alcanzó para llevarle adonde nunca estuvo ni pensó estar: al calabozo. Allí dormirá hasta el jueves. Y sin gafas de sol.