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Opinión

Historias entrecruzadas

El juicio no ejemplifica únicamente la posible metástasis de la corrupción sino el correcto funcionamiento del poder judicial

La Infanta, a su llegada a Son Rossinyol.

Son muchas las historias que se entrecruzan estos días, todas ellas con un origen temporal en ese lustro dorado de la corrupción, que va de 2002/2003 a 2008. La llegada del euro, con los bajos tipos de interés impuestos por las necesidades de Alemania, creó una burbuja artificial que no tardaría mucho en estallar. Fueron años delirantes: el aznarismo coqueteaba con las viejas ensoñaciones de un eje atlántico, Washington-Londres-Madrid, mientras el zapaterismo danzaba alla turca con la peculiar alianza de las civilizaciones. Fueron los años del dinero fácil y de las infraestructuras gigantescas. Se hablaba del Spanish Bull, como antes se había hablado de los tigres asiáticos o del milagro japonés. Alemania era el enfermo de Europa y nosotros el alumno modélico, la Baviera del Mediterráneo por así decirlo. Muchos de nuestros problemas actuales vienen de aquella época: la burbuja inmobiliaria que dejó tras de sí un reguero de víctimas, el endeudamiento masivo de las empresas y de las familias, el paro, la desconfianza, la corrupción generalizada y el descrédito de la Transición.

El domingo, Cataluña decidió dar un paso adelante en su proceso de desconexión con el resto de España. Y ayer se inició también el juicio por el "caso Nóos". Son dos acontecimientos mayores, que reflejan buena parte de las sombras de aquellos años: la frivolidad de Zapatero, por ejemplo, al impulsar una profundización del autonomismo que creó unas expectativas irreales y la extensión sistémica de la corrupción hasta grados desconocidos anteriormente. En términos clásicos, fue un pecado de hybris, de orgullo desmesurado, de sobredosis de excesos. Con el estallido de la crisis en 2008 no sólo la economía entró en coma - también la narrativa central de la democracia española. De repente, el emperador apareció desnudo. La democracia surgida de la Constitución se volvió sospechosa y se inicio una acelerada deconstrucción de los valores que sustentaron el pacto del 78.

Lo asombroso de este proceso, sin embargo, es que no prueba la maldad de la Transición sino que confirma su valor. Así, el juicio abierto a una infanta de España y a su marido, don Iñaki, entre otros imputados por el "caso Nóos", no ejemplifica únicamente la posible metástasis de la corrupción sino el correcto funcionamiento del poder judicial. A lo largo de estos años, con gobiernos de distintos colores, con dificultades y rigideces, las investigaciones judiciales han avanzado en todas direcciones, de ese hervidero de corrupción urbanística que son los municipios a la financiación de los partidos políticos. Y lo cierto es que de Bárcenas a Jordi Pujol, de los ERE andaluces a las cajas de ahorros, la justicia ha ido desentrañando la cara B de un sistema que exige ser depurado (y reformado), pero no liquidado.

Por supuesto, desconozco. cómo va a terminar el juicio que empezó ayer en Palma. Las informaciones apuntan a pactos con la Fiscalía de los principales implicados, con el consiguiente reconocimiento de culpas. Suceda lo que suceda, la importancia de las personalidades implicadas reivindica el funcionamiento de nuestra democracia. Lo esencial en un Estado moderno no es la utopía de una pureza imposible, sino la calidad de los controles, la capacidad de corregir los errores detectados y la voluntad de ir perfeccionando el sistema. El "caso Nóos" -y muchos otros- prueba que España no es un Estado fallido, sino un país como cualquier otro de nuestro entorno: un lugar que, sin duda, necesita mejores controles, mayor división de poderes y menores privilegios; pero en el que, al mismo tiempo, las instituciones y la administración funcionan y realizan su trabajo. Como, por otra parte, no podía ser de otro modo.

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