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Análisis

El drama de los Torres no cuela

El drama personal que los esposos Torres han alegado ante la Audiencia para oponerse a los embargos inevitables, como no podía ser menos, no ha colado. La justicia es una máquina lenta y pesada, pero, poco a poco, puede minarte y dejarte noqueado.

Diego Torres y su esposa Ana María Tejeiro llevan años quejándose de que, sin estar condenados, ni tan siquiera acusados, están pagando un duro precio por sus vínculos con el caso Nóos. El cabeza de familia, un prestigioso profesor universitario del ESADE, un experto en mecenazgo y un hábil consultor, perdió su trabajo, empresas y contactos.

El escándalo Nóos se llevó por delante todos sus medios de vida y lo convirtió en un apestado, al que nadie quiere dar trabajo, por muy buen profesional que sea.

Su mujer tampoco encuentra empleo, marcada, como su marido, por el estigma de uno de los más importantes casos de corrupción de la reciente historia española.

Diego Torres soñaba de niño, en su Maó natal, con ser rico y consiguió una buena posición social. Pero sus anhelos de prosperar en la vida se truncaron cuando se cruzaron en su camino el juez José Castro y el fiscal Pedro Horrach, dos incansables luchadores contra las tramas de desvíos de fondos públicos. Su pecado empezó cuando pactó con Iñaki Urdangarin, yerno del rey Juan Carlos, un plan para ganar dinero a espuertas con la excusa del progreso social.

Los Torres, a diferencia de los Urdangarin, malviven del poco dinero que Castro les ha ido desbloqueando: lo justo para ir tirando.

Ahora verán embargados la mitad de sus inmuebles, porque el otro cincuenta por ciento hace ya tiempo que fue trabado por el juez Castro.

Pero sus males no han acabado: deberán costearse una larga estancia en Palma para asistir al juicio del caso Nóos y se están jugando la cárcel, una larga estancia entre rejas y la pérdida definitiva de su casa.

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