La traición al imponerle a José María Rodríguez como presidente del PP de Palma en unas elecciones internas de opereta; el ridículo en la adjudicación del segundo casino de Ciutat, y el abandono en manos de Cort durante buena parte de la legislatura del proyecto conjunto del Palacio de Congresos, serían motivos políticos más que suficientes para que Mateo Isern desconfiara de la palabra del president Bauzá. Pero por parte del alcalde no ha habido reproches públicos ni malos modos. Nada que pueda compararse a la humillación a la que fue sometido el miércoles en la comparecencia parlamentaria del president.

Isern se ha visto obligado a sobreactuar para que la paulatina erosión de su relación con Bauzá no trascendiera. Sigue haciéndolo por educación. Pero desde abril la animadversión del inquilino del Consolat con el alcalde roza lo personal.

No le importa destruir el proyecto político que logró la mayoría más amplia del PP en Palma. Parece dispuesto a demostrar que él pone y quita alcaldes, que así como le sirvió Isern en su día, mañana lo pueden hacer Teresa Palmer o Sandra Fernández. Odia el talante y la personalidad de Isern, en las antípodas de consellers como Joana Maria Camps o Antonio Gómez, pero no le reprocha sus pifias con la Policía Local, la gestión del Miró robado, la recogida neumática o Emaya, sino su moderantismo militante, su capacidad para rectificar, llegar a acuerdos con la oposición o su respeto por la lengua alejado de los radicalismos que él alimenta. Bauzá quiere destruir a Isern por envidia, porque no soporta su popularidad y sobre todo porque su imagen le recuerda cada día las carencias que a él le atormentan, aquello que no ha logrado.