El juez Castro lleva unas semanas durmiendo mal. Desde luego, los lapsos de insomnio no se deben al auto que encamina al banquillo por primera vez a un familiar directo del Rey. Tampoco a los previsibles ruidos nocturnos en una casa situada junto al mar, que ha puesto a la venta para garantizarse una jubilación en condiciones. Mientras tanto, los Borbón/Urdangarin gandulean en Ginebra a cuerpo de reyes.

El juez Castro no duerme bien desde la llegada del calor. Y como le cuesta mantenerse envarado más de dos frases consecutivas, añade guasón que los demonios interiores le matan el sueño. Pero, ¿quién es José Castro? Muy sencillo, un magistrado que se harta de las evasivas del representante de una firma de postín que contrató al mediocre Urdangarin como consejero, por razones ignotas y por cientos de miles de euros al año. Así que el instructor pregunta:

-¿Sabe usted si fueron a las páginas amarillas y buscaron allí alguna empresa?

-Entiendo que a las páginas amarillas no fueron.

-No fueron a las páginas amarillas.

La noticia no es el auto, sino que Castro haya sobrevivido contra las fuerzas del mal desde la falta de fuerzas del bien. Le ha salvado su sangre fría. Por ejemplo, ayer a las nueve de la mañana, mientras España entera desmenuzaba la acusación de blanqueo de capitales contra una Infanta, el juez paseaba a sus dos caniches o asimilados por los alrededores de su casa en el antiguo barrio de pescadores del Molinar. Atados los perros por una correa, desde que la libertad canina le costó una multa.

Castro pertenece a la estirpe de magistrados que nunca tendrían cabida en el Supremo, dado que el Gobierno acaba de manifestar que ese selecto club se reserva a los jueces acomodaticios con los aforados. Castro es un apasionado inmutable, herido en el alma por el conflicto irresoluble con el fiscal Pedro Horrach, compañero del alma.

En el interrogatorio a los inspectores de Hacienda que debían desenredar la madeja de Nóos, el fiscal intenta demostrar que Castro es el primer juez que se opone a un dictamen de los expertos tributarios. El magistrado le interrumpe de inmediato:

-No me interprete. Pregunte, pero no me interprete.

En efecto, su contraseña debería ser un lema del Derecho Romano, “In claris non fit interpretatio”. Sus autos rebosan de la claridad que ahuyenta interpretaciones suplementarias. Escribe en una prosa de rasgos cervantinos y chocante elegancia, pero el cansancio ha hecho mella en su estilo. El juez está cansado. Su aventura ha mezclado la osadía quijotesca y el sentido común sanchopancesco. Le queda el trance más difícil, el regreso a la normalidad. No al anonimato, la abdicación de Juan Carlos de Borbón lo ha introducido en la historia de España. A empellones.

Un enemigo correoso, Castro. Los inspectores de Hacienda intentan torearlo con argucias. Imperturbable, extrae una flecha de su carcaj dialéctico:

-¿Sabían ustedes que el asesor fiscal de don Iñaki Urdangarin, y parece ser que también de doña Cristina de Borbón, confesó al notario don Carlos Masiá que la constitución de Aizoon se había hecho para crear un escudo frente a Hacienda?

-La gente dice cualquier cosa.

La frivolidad de la respuesta técnica en sede judicial, a una acusación que no proviene de “la gente” sino del cualificado notario que velaba por la trama, demuestra que Castro no ha contado con colaboradores. Mucho menos con amigos.

A un hijo abogado de Castro le ofrecieron un cheque en blanco para que se incorporara al equipo defensor de uno de los acusados del Palma Arena, matriz de Nóos. Se trataba de forzar la inhibición paterna. Es un rasgo del pavor que inspira el titular del juzgado de Instrucción número tres de Palma, cuya autobiografía valdría hoy un adelanto próximo a las siete cifras. Sí, un millón.

La bellísima inspectora de Hacienda o Nicole Kidman entendió el pánico que inspira Castro mientras intentaba convencerle de que Aizoon era solo Urdangarin, y que la Infanta es un florero de lis. Ahí va el juez:

-Son dos socios al 50 por ciento, ¿cómo se toman los acuerdos?

-Por acuerdo entre las partes.

-¿Y si hay uno que no está de acuerdo?

-Pues podría oponerse, entiendo.

Desmontada, pillada en trampa, accediendo a los razonamientos para imputar a la Infanta que pretendía anular.

¿Qué puede hacer Castro ahora? Se admiten sugerencias, pero su experiencia de cuatro años combatiendo en solitario contra la cúpula del Estado lo convierte en el profesor ideal de gestión de crisis. No en el Esade, a ser posible. Cuándo callar, cuándo contraatacar, cómo dosificar la gestualidad. Amaestrar a la prensa.

Antes de ser el maestro zen que todo ejecutivo atribulado querría a su lado, Castro debió superar un duro aprendizaje. Del CNI ni hablamos, pero la prensa madrileña le sometió al tratamiento Podemos. Es decir, tú no puedes ser amigo de la parranda venezolana porque yo soy esclavo de la dictadura china. La fotografía en portada de ABC queda para las hemerotecas, con el magistrado tomando un café con una abogada en las inmediaciones de su domicilio.

Castro no solo superó el incidente, sino que aquel día alcanzó la inviolabilidad judicial. (Los acosadores de Podemos son demasiado ignorantes para extraer una lección de esta anécdota). El talón de Aquiles del juez era la campechanía, dicho sea en homenaje a otro prejubilado, Juan Carlos de Borbón. Desde entonces, ningún dardo ha perforado la cota de malla tejida con el apoyo ciudadano.

También contribuyó el respaldo del Consejo General del Poder Judicial de Margarita Robles, que respondía puntualmente a los intentos de la caverna pseudomonárquica por desestabilizar al juez que se había atrevido con los ministros de Aznar y con las hijas de Reyes. Desde que la corajuda magistrada -del Supremo, todo sea dicho- cesó en el cargo, el órgano que vela por los jueces ha tolerado las agresiones al instructor del mismísimo fiscal general del Gobierno. No importa, Castro ya había ganado.