España está enferma. Siendo optimistas. Antes que servir de terapia, el tratamiento por abdicación refrenda la gravedad del paciente. Sin embargo, los refrendos o referendos están prohibidos por los doctores PP y PSOE. En su sultanato, han dividido a los ciudadanos entre monárquicos y menores de edad a quienes hay que corregir sus caprichosas ansias de votar.

Con el olvido temerario de las enseñanzas de las elecciones europeas, vuelve a agudizarse el contraste entre la España oficial y la real que no regia. Curiosamente, Adolfo Suárez concibió la transición como la necesidad de institucionalizar "lo que es normal a nivel de calle". PP y PSOE pugnan por frenar la incontinencia subsiguiente. El libertinaje, en la palabra favorita antes de la llegada del Rey emérito.

Con su entreguismo al PP en la sucesión, Rubalcaba insiste en proteger a España de los socialistas. Volvió a engañar a sus militantes, al hurtarles que se mantenía en la secretaria general para pastorear, junto a su socio Rajoy, el paso de Rey a Rey. Debió condicionar su apoyo a exigencias concretas de transparencia para La Zarzuela y sus urdangarines, suspendidos por la mayoría de votantes socialistas. Podía empezar exigiendo el descabalgamiento de los títulos de Cristina de Borbón, y el fin de su usurpación de un puesto en la sucesión. Rubalcaba ha hecho lo contrario. Aprovecha la sucesión para propinar el último golpe al socialismo.

La monarquía acabará con el PSOE que la sustentó, aunque es cierto que el partido solo necesitaba un pequeño empujón. Se alegará falsamente la salvaguarda del Estado. La Alemania que populares y socialistas ponen como ejemplo de su régimen austeritario destituyó a dos presidentes estatales de un papirotazo. Los crímenes de los caídos Köhler y Wulff eran triviales, por comparación con la corrupción transpirenaica. Ni la sociedad ni mucho menos la economía alemana se vieron dañadas por la expulsión de los indeseables en su cúpula. Un país mayor de edad.

PP y PSOE se aplican a avalar una abdicación precipitada. Su única prevención es que la coronación no coincida con un partido de España en el Mundial, que arruinaría la audiencia de la mudanza. Históricamente sorprende la insistencia en el automatismo sucesorio, cuando ningún Rey ha dejado el trono a sus sucesores desde 1885, y desde el siglo XVIII no se registra un encadenamiento estable de monarcas. Fue Napoleón y no Franco quien acabó con la monarquía española.

La pretensión ilusoria de una sucesión sin traumas no solo pertenece al ámbito acrítico de los cuentos de príncipes azules. Juan Carlos de Borbón preveía con más pericia que PP y PSOE las turbulencias asociadas al cambio de monarca. Relajado en una cena del verano mallorquín, el entonces Rey pronunciaba una frase lapidaria que recobra su sentido una década después de ser emitida:

-Toda sucesión es difícil, y en España todavía más.

Se hizo el silencio entre los asistentes. El monarca ha reinado durante 39 años porque siempre ha sabido leer a los españoles. Los temores de Juan Carlos de Borbón sobre el traspaso de poderes le llevan a coincidir con los manifestantes que han desempolvado las banderas republicanas arrinconadas por Carrillo, el comunista favorito del Rey y un digno precedente de Rubalcaba como enterrador del PC.

El incipiente conflicto sobre el calendario de la sucesión ha recrudecido el combate entre medios clásicos y digitales, entre la tradición y el desarraigo. El retrovisor recuerda que, en el mojón de 1789, Luis XVI tarda el mismo tiempo en convocar a los Estados Generales que España en organizar el recambio en el trono. La crisis económica en que estaba inmersa Francia propicia el estallido revolucionario. Por fortuna, la historia no se repite, a diferencia de la rutinaria naturaleza.

Con su acreditada cortedad de miras, Rajoy y Rubalcaba debilitarán la posición de Felipe VI. El hoy príncipe necesita todos los apoyos que pueda reunir. Si la valoración de la monarquía ha remitido, la cotización del Parlamento se ha desplomado. De hecho, la previsible atomización de la cámara es uno de los argumentos secundarios que recomendaron el adelantamiento de la sucesión al trono.

Felipe de Borbón saldaría la cuestión a su favor si propusiera un referéndum. Seguramente lo ganaría, y su reinado pierde sentido en caso contrario. Sin embargo, esta hipótesis quijotesca no pertenece al ámbito de los cuentos de príncipes, sino al todavía más irreal de las películas democráticas de Capra. Tanto los monárquicos como los menores de edad han de decidir si aceptarían un trono contra la voluntad de quienes lo sufragan.

Mientras se acelera la coronación de Felipe de Borbón, se sedimenta el debate sobre la abdicación de su padre. La bonachona teoría de la renuncia, como palanca que dé "impulso" a una nueva etapa, no oculta el fracaso del Rey a la hora de restaurar su imagen dañada. El desdoro del aparato de La Zarzuela no estriba en la pérdida masiva del apoyo popular, sino en la incapacidad de recuperarlo.

Isabel II de Inglaterra le ha demostrado a su primo español que la volubilidad del afecto ciudadano permite reconquistarlo, bien que con esfuerzo. La reina inglesa no fue acusada de insensibilidad hacia la muerte de Lady Di, sino directamente de haber asesinado a su nuera. Hace dos décadas, The Economist sentenciaba que la única razón para el mantenimiento de la monarquía reposaba en el elevado coste de desmontarla.

Veinte años después del desplome de sus índices de aprobación, Isabel II ha recuperado su prestigio, Lady Di no triunfa ni en la pantalla y el vetusto Carlos de Inglaterra emerge como un rey aceptable para sus compatriotas. Buckingham se ha impuesto claramente a La Zarzuela. Tras las bodas de sus primogénitos varones, los reyes de Inglaterra y España anunciaron a sus herederos respectivos que su frivolidad les obligaba a morir en el trono. Juan Carlos de Borbón ha incumplido la promesa por razones no aclaradas. Comentando su inviolabilidad en otra cena veraniega, el Rey sentenció que "los jueces no pueden acusarme pero, si me veo salpicado por un escándalo, abdicaré".

La apelación de Juan Carlos de Borbón a una "nueva generación" no conlleva un argumento de edad. Su colega Giorgio Napolitano, diez años mayor que el Rey, es el último bastión de la estabilidad italiana. El nonagenario Simon Peres preside Israel con las maneras de un bailarín. En cambio, el Rey se siente extraño.