La percepción de la monarquía cambia si se contempla La Zarzuela como una empresa, donde el Rey distribuye arbitrariamente las compensaciones económicas o sobresueldos a sus empleados, que son también sus familiares. Brotan así celos y querellas intestinas, porque las asignaciones regias definen el nivel de vida de los integrantes de la Familia Real.

La Infanta Cristina quería vivir como una reina, y quién no. Para acceder al carísimo rango, la banda de Urdangarin diseñó un mecanismo más próximo a la artesanía que a la ingeniería financiera. La efigie de la hija favorita del Rey se situaba en las encrucijadas clave -folleto propagandístico de Nóos, accionariado de Aizoon- para disuadir a funcionarios inquisitivos. Así lo confirma el notario que asistió al alumbramiento.

El blindaje funcionó hasta que un juez recordó que la democracia no distingue entre los protagonistas de la prensa rosa y el resto de la ciudadanía. Por supuesto, Cristina de Borbón no se ocupaba de las minucias burocráticas y las salvajadas económicas perpetradas en su nombre. Por tratarse de una persona adulta en la línea de sucesión a la Corona, la inhibición no disminuye la responsabilidad de la Infanta. Aumenta su culpa, por sumar la inconsciencia a los presuntos delitos de la banda de su esposo.

La recaudación de Nóos jamás se hubiera producido sin la presencia de Cristina en lugares estratégicos de la trama. Así lo ha confirmado la compaña de alegres donantes, empezando por Jaume Matas. Si la hija del Rey no sabía y se limitaba a disfrutar de una vida regalada, como mínimo debe renunciar a cualquier pretensión sucesoria. Si participó con pleno conocimiento, la Pragmática Sanción deberá complementarse con una consulta al Código Penal. Pero antes habrá que preguntar a la Infanta, como muy bien reconoce el fiscal Pedro Horrach.