Urdangarin ya puede dimitir en paz, quince años después de su boda con Cristina de Borbón. Si se apresura, su renuncia se anticipará a la guillotina que le ha montado La Zarzuela, para que aprenda que un gran duque sigue siendo inferior a un pequeño rey. El palacio le atribuye un crimen de lesa majestad, la ofensa en contra de la dignidad de un monarca con el agravante guasón del parentesco.

El príncipe salió rana. Incumplió las reglas de etiqueta de su Familia Política Real. Ayer quedó demostrado que agravó su comportamiento al saltarse sigilosamente la interdicción expresa de saquear arcas públicas, habiendo tanto empresario dispuesto a abonar miles de euros por codearse con un royal. Véanse los cien mil euros por folio tomado de internet que le abonó el Villarreal.

El acto de despedida del duque de Palma como miembro de la Familia Real ha transcurrido en un humilde pero no apacible juzgado de Instrucción. El indeclinable papanatismo cortesano encarece su aguante durante las largas horas de interrogatorio. Se olvidan de agregar que también soporta la maratón un juez con 67 años a sus espaldas y un sueldo decenas de veces por debajo de los ingresos de Urdangarin, si algún día se acierta a delimitarlos. El yerno del Rey ha empezado a ganarse con años de retraso los millones que ingresó del contribuyente en los añorados 2005 y 2006.

El príncipe desencantado sale de la Familia Real y del juzgado más culpable de lo que entró. Ha renunciado a defenderse, y se ha concentrado en taponar la herida que su conducta ha infligido a la monarquía, porque carece de habilidad para curarla o suturarla siquiera. Ha transmitido una imagen que concilia lo peor de la aristocracia –laboriosidad discutible, altivez injustificada– sin ninguna de sus hipotéticas virtudes. Ni ejemplaridad, ni responsabilidad, ni honor. Un duque no puede achacar sus cobros a otros, que encima son plebeyos.

La Casa del Rey se tranquilizaría si pudiera culpar a la prensa de excesos en la caudalosa información de los últimos meses. Por desgracia, la realidad ha desbordado los peores presagios mediáticos, hasta el punto de que cabe preguntarse si los institutos y empresas del yerno del monarca promovieron una sola iniciativa legal. Siempre a espaldas de Urdangarin, claro. Los denunciantes de conspiraciones deberán admitir que el duque ha conspirado contra sí mismo.

La única victoria momentánea de Urdangarin es económica. Gana por siete millones ingresados a cero, gracias a los cargos honoríficos en que empeñó su honor y el de su Familia. Si bien la ignorancia es un refugio confortable y espacioso, asombra contemplar a un máster en administración de empresas por Esade –la Reina acudió a la ceremonia de graduación– que no entiende de facturas y se refugia en su papel "institucional". La entidad jesuítica debiera emitir un comunicado, que restablezca el mermado prestigio contable de su alumnado..

Urdangarin es una persona más educada que Matas, pero el resumen de su declaración coincide con la deposición de su gran benefactor con dinero ajeno en idéntica sede. El juez Castro reprochó al expresident del PP –se omite con preocupante frecuencia que este escándalo posee una filiación política– que "usted ha venido a burlarse de los simples mortales". El exministro tampoco responde de los hechos encadenados bajo su mandato. Si un presidente no ejerce, qué necesidad hay de nombrarlo.

Pepote Ballester fue oro en Atlanta´96. Urdangarin sólo obtuvo el bronce, pero se llevó a la chica, la infanta Cristina que le presentó el primero. Tras la boda empezaron los negocios, que el yerno del Rey despista hoy sobre el anónimo Diego Torres. Una pésima estrategia, salvo una sincronía defensiva que no se ha producido hasta la fecha. Como responsable civil subsidiaria, La Zarzuela debió ofrecerse a devolver la suma y sigue en disputa, en caso de que algún día llegue a fijarse un monto cada día más abultado.

Si Torres le engañaba y jugaba con la imagen de la Corona, por qué no denunció Urdangarin un comportamiento tan dañino para su familia. El duque ha jurado que no entiende de economía –se quedó en el capítulo de cobros– y no es aventurado afirmar que tampoco domina la telefonía sin hilos. Tal vez alguien pueda localizar un solo mérito para abonarle un sueldo cercano al millón de euros, en un cargo en Washington codiciado por numerosos ejecutivos de su empresa.