Esta vez Urdangarin no huyó de las cámaras como hace unas semanas en Washington. Tampoco hizo uso del privilegio de rampa y entrada al juzgado en coche que los últimos días desvió el foco de los graves delitos que se investigan. El yerno real bajó de su vehículo, conducido por un chófer, en la verja de acceso al recinto del juzgado y, desde allí, recorrió los mismos 50 metros de bajada de hormigón hacia el juez Castro que han pisado en las últimas tres semanas el resto de imputados. Su rostro reflejaba tensión. También sus gestos. Muy serio, con la mirada acuosa y cansada, visiblemente demacrado y mucho más delgado, Urdangarin cubrió en 30 segundos el camino hacia la puerta del edificio judicial, donde esperaban cientos de cámaras y periodistas. Allí, muy erguido, nervioso y con los puños crispados, se paró e hizo algo inusual: una declaración pública a los medios que los pocos imputados que se animan suelen reservar para después del interrogatorio judicial. El gesto, probablemente medido por el equipo con el que preparó en las últimas semanas su comparecencia, logró colocar su discurso de las nueve de la mañana en todos los informativos y diarios digitales.

Fue un mensaje breve, directo: "Comparezco para demostrar mi inocencia y mi honor en mi actividad profesional. Durante estos años he ejercido mis responsabilidades y he tomado decisiones de manera correcta y con total transparencia. Mi intención el día de hoy [por ayer] es aclarar la verdad de los hechos. Estoy convencido de que la declaración de hoy contribuirá a demostrarlo", explicaba el duque de Palma, que se despedía educadamente antes de poner rumbo al control de acceso al juzgado: "Muchísimas gracias a todos. Muchísimas gracias por su atención. Gracias", añadía con la misma voz trémula, con la que pronunció el resto de sus palabras.