Balears disfruta de la libre elección de centro y de automóvil, en ambos casos para quienes puedan pagarlos. Mejor todavía, los contribuyentes sufragan los colegios exclusivos a los que tienen vedado el acceso, vía cesión de terrenos públicos. Cuando las estrecheces económicas empujan al éxodo hacia la red pública –donde los alumnos conocerán a los primeros inmigrantes de su vida–, por la dificultad de abonar la factura enmascarada o descarada de los centros concertados y privados, se culpa a los exprimidos ciudadanos de no aportar fondos con la generosidad suficiente, a través de las instituciones votadas. Extraño silogismo.

La cuestión es otra. Bancos y cajas engañaron a millones de propietarios, con el señuelo de que los precios de la vivienda no bajarían nunca. En realidad, operaban con la convicción de que la hipoteca sería el último pago a incumplir. De ahí, al desastre. La educación encabezaba asimismo la lista de gastos familiares irrenunciables, pero se recorta drásticamente. En lugar de culpar a quienes siempre pagan, los gestores privados deberían revisar la calidad de los servicios cancelados por sus clientes. O denunciar que la desigualdad económica creciente –un estudio inminente del Banco de España confirmará la concentración de la riqueza familiar en los segmentos de privilegio– perjudica su negocio. Culpar a un débil Govern de izquierdas obliga a compadecer a las clases desahogadas, un contorsionismo excesivo incluso en tiempos de crisis.