En el Ejército ya no se pelan patatas. Tampoco hay corneta matinal, ni calabozos de pan y agua. Ni siquiera se estilan las literas. Porque el Ejército ya no es lo que era. Pero no se me confundan, es mejor. Más pequeño y mejor. Más moderno y mejor. Más profesional y mejor. Lo que quieran, pero no es lo que era y es mejor. Lo que algunos de ustedes vivieron y a otros nos contaron ya es historia muerta. España la enterró hace diez años. Ni un mes más, ni un mes menos: el 10 de noviembre del año 2000 se sorteaba la última quinta, la última mili de la que el que firma esta crónica se libró por los pelos, por una buena montaña de prórrogas y por una objeción de conciencia en ciernes. Se lo explico por egolatría, claro, pero sobre todo para que entiendan lo que sigue, para que comprendan los sobresaltos de un periodista más próximo a la deserción que al alistamiento al que le dicen que va a pasar un día entero en un cuartel.

No son los dos años de los quintos de 1950, ni los 18 meses de los que abrazaron la bandera y el fusil cuando el generalísimo Franco empezaba a soltar su vida y el lastre de todos. Tampoco es el año de cuatro estaciones y doce meses que marcharon a golpe de amenaza los últimos reclutas forzosos de ese noviembre del 2000, pero 24 horas son suficientes minutos como para que incluso un periodista comprenda que de entonces a hoy el mundo ha girado deprisa. Muy deprisa. Tanto que hoy los cuarteles se han convertido en una incógnita de tal calado que la mera mención del Ejército genera sudor frío. La mente bulle y cuece desconfianza.

Porque la invitación es simple, pero compleja para el reportero ignorante que vive de espaldas a su Ejército, al que una recomendación tan clara como "traer ropa cómoda" pone al borde de la parálisis, atacado por las dudas de quien considera cómoda toda su ropa y no se ha metido nunca en la mente de un militar: ¿Son unos vaqueros ropa cómoda? Deben serlo: los llevaba John Wayne a caballo. ¿O pretenden que los patosos de la prensa se pongan el chándal y los deportivos para andar a salto de mata? O peor aún: ¿Hay que ir vestido como Rambo o como un G.I.Joe? Pues ni una cosa ni las otras. Primera lección: para un militar de hoy "ropa cómoda" significa ropa cómoda.

No son marcianos. Ven la misma telebasura e insultan o idolatran igualmente a Cristiano Ronaldo y a Belén Esteban. Así que valen los vaqueros de John Wayne y los pantalones de cazador del ex ministro Bermejo y el juez Garzón. Lo resume, antes incluso de que la tropa periodística descargue sus petates demasiados llenos, el máximo responsable del cuartel de Palma, el coronel Lanza, un tipo de mirada dura y penetrante que habla con una firmeza amable que supura liderazgo: "La verdad es que la gente ya no nos conoce. Antes el soldado llegaba obligado a las Fuerzas Armadas, y a través de él las familias conocían los cuarteles y el Ejército. Hoy ya no es así. Hemos cambiado mucho. Por eso abrimos las puertas sin miedo para que nos conozcan, nos juzguen y nos ayuden a mejorar".

Hoy el Ejército engorda

Aunque ya han mejorado mucho. Empezando por un rancho que ha ascendido a la categoría de buffet, sobre todo cuando hay periodistas y ganas de agradar de por medio. Juzguen ustedes mismos: de cena, canelones, chuleta, patatas, pimiento y yogur o flan; a mediodía, paella, rape, calamares y jamón asado, todo regado con refrescos y rematado con el correspondiente postre. Llena pensarlo. Imaginen comerlo. O corres mucho, o el Ejército de hoy engorda. "Cuando os vayáis el menú ya no será tan bueno", susurra uno de los soldados.

Susurra pero contesta, que esa es otra: probablemente por primera vez en la historia castrense de este país de cuarteles escondidos y regimientos profilácticamente cautivos, la tropa tiene orden de hablar. Y lo hacen con tal libertad que los nombres solo los censura el que firma. Y porque quiere. Que hoy no hay castigo de pelar patatas, pero para las lenguas afiladas el calabozo existe igual. Aunque es distinto: "Te puede caer un buen paquete hasta por llegar dos minutos tarde a formar. A mí me paso dos veces ya, y vas al calabozo como siempre. Estás encerrado y más o menos aislado, pero con un poco de suerte te ponen la tele". Ni las ratas y los bofetones de nuestros abuelos, ni la dieta de pan duro y barrotes de nuestros padres: sólo Belén Esteban como castigo (que también tiene tela).

Porque en el Ejército de hoy se ve la tele. Y se juega a la Play Station. Y al póquer, al ping-pong, al futbolín y al billar. También a pegar tiros por los pasillos con escopetas de aire comprimido y munición de goma. A ello se entregan quienes pasan las noches en la base, que son muchos: 300 (solo trece mujeres) de los 726 soldados que ocupan lo que fue el cuartel General Asensio y hoy es la base Jaime II comparten noche y techo a la espera del toque de diana. Aunque también para eso el mundo ha cambiado. Hoy la tropa duerme mejor que los oficiales de antes. "Ya no hay naves de ochenta camas –subraya el coronel Lanza–. Hoy tenemos camaretas". ¿Camaretas? Sí, camaretas: habitaciones en las que tres soldados con sus tres respectivas camas hacen vida de solteros en colegio mayor de decoración libre. Bufandas futboleras y pósters de chicas ligeras de ropa pueblan las paredes. También hay sitio para novias, mujeres e hijas. Y aquí empiezan las pegas: el Ejército sigue siendo un mundo miserable para las familias, condenadas a pena de itinerancia, separación y videoconferencia o murmullos al móvil en el pasillo.

Familias separadas

Lo cuentan el cabo Saseta y el soldado Espina, que viven con la vista puesta lejos de las islas. A Julian Saseta, un argentino con padre veterano de las Malvinas que declara su corazón a la par rojo y albiceleste, su novia le piensa en Madrid, donde ella es cabo primero del Ejército del Aire. "Hemos tenido mucha suerte, acaba de conseguir plaza aquí en Mallorca, pero hemos pasado tiempos separados", cuenta aún sonriente. La buena noticia es del día. Menos sonríe al respecto Espina, un canario con el archipiélago cambiado que con su sueldo de mileurista (la tropa cobra 980 euros en su mayoría) paga la hipoteca de la casa canaria en la que viven su mujer y su hija de once meses. "Cumple un año en diciembre. Es duro, pero si vienes aquí sabes a lo que vienes", relata mientras mira la pared de su cuarto, en la que no hay sitio para póster de mujer en bikini: todos los huecos los ocupan su mujer y su niña. "La verdad es que en eso, en las facilidades que se dan a las parejas y a las familias, aún queda camino por recorrer", zanja Saseta, compañero de camareta del reportero, que aclara lo que ya suponemos: en casa, entre la novia cabo primero y él no hay saludos que valgan.

Repetimos: no son marcianos. Aunque el saludo sigue siendo un atavismo del pasado que promete perdurar. Es quizá el rasgo más marcado que ha dejado el Ejército de ayer: los "a la orden mi sargento", "con permiso mi teniente" y los "firmes" por doquier siguen vigentes hasta en la cola del supermercado. "Cuando me encuentro con uno de mis hombres en la calle o haciendo la compra fuera del cuartel se siguen dirigiendo a mi por mi grado y de usted", confiesa el coronel Lanza, que reserva el permiso de tuteo para sus oficiales más cercanos y habla de la profusión de saludos como costumbre saludable. "Es más cómodo para todos. El saludo y el rango han de observarse siempre. La disciplina es un pilar fundamental de la vida militar. Un militar lo es hasta en pijama". Y en pijama se cuadra. Así lo entienden todos los que están dentro, que viven a lomos de su rango y su apellido. "A veces se me olvida hasta el nombre", confiesa con sonrisa de oreja a oreja otro canario, el soldado Cruz, un chaval de 21 años y mirada despierta al que le cuesta unos segundos decir su nombre cuando se le pregunta: "Ayoze", acaba diciendo.

Luce barba y pelo corto, otra historia de ayer y hoy: los melenudos seguimos sin sitio en el Ejército. Tampoco caben tatuajes excesivos ni piercings en horas de servicio. Otra cosa es cuando cae la noche y los acuartelados se liberan para caer en las pesadillas nocturnas de siempre: que el Ejército se ha modernizado, pero los colchones estrechos e incómodos son los de toda la vida. Y duelen. Como duelen los compañeros de ronquido desaforado. "Hubo un tiempo que mis superiores pensaban que me drogaba porque llegaba a formar con los ojos rojos, pero no era droga, era por un compañero que roncaba un montón y no me dejaba dormir".

Tampoco durmió el cronista, que asistió despierto al nuevo toque de corneta: la melodía es la misma, pero no suena igual la corneta soplada de ayer que el aparato de música conectado a megafonía de hoy. No ha cambiado la hora: muy temprana. A las siete todo el mundo está en pie, menos el sol, al que aún hay que esperar un rato. Da tiempo a que el personal forme en el patio y prepare otra tradición de ayer y hoy: el himno de España y el saludo a la bandera con el pecho inflado (de verdad, se les infla). Eso es a las ocho, antes de que empiece la paliza militar de cada día. Porque los militares trabajan. Y mucho. Productivos o no para la sociedad civil, no paran. Si lo dudan, sigan las fotos: son de ayer y tienen algo en común: soldados a la carrera. "En el Ejército todo se hace corriendo. Cuesta acostumbrarse, pero luego es fácil. Corres, obedeces y piensas, por ese orden", relata simpático un soldado andaluz que aparenta tener más músculos de los que figuran en los manuales de anatomía humana.

Y no extraña que así sea. Porque infla el pecho para saludar al sol y a la bandera y no respira hasta las dos, cuando todos rompen filas. Por el camino deportes e instrucción. Carreras de fondo y barrigazos sobre suelo mojado. Disparos con fusiles de tres kilos y equipos de 30 entre cascos, chalecos y petates. Salto de obstáculos con un traje completo de soldado que recuerda más a los de las pelis americanas de moda que al chapuceo patrio de las sagas sesenteras de Alfredo Landa y Paco Martínez Soria. Ni Landa ni Soria ni su España cañí están ya en los cuarteles, en los que sí queda el humor de Gila. Cosas de la crisis, que también se nota en los cuarteles: en el runrún sobre reducción de tropas que circula entre los soldados y en el día a día de un Ejército de balas contadas. "Va a llegar un día que dispararemos y tendremos que ir a buscar las balas para cargarlas de nuevo", bromea un soldado en la treintena, que ha visto en los últimos meses como las marchas a pie se multiplican. "Ahorramos transporte. Nos meten unas palizas a caminar de miedo".

No lo niega el jefe de la base, que dispara sin dudar: "Los recortes han llegado a la munición. Ahora tiramos menos". Pero tiran. Y con tino. Que la tropa profesional tiene años de entrenamiento sistemático a la espalda. "Tenemos soldados muy buenos", ensalza el teniente coronel Matas, jefe del batallón Filipinas que, acompañado por el capitán Frau y el sargento Carpio, abre marcha por un recorrido en el que mandan las balas en la diana. "Ni Rambo y el McGyver se libraban de nosotros", dice otro soldado con cara pintada de verde. Será que son de los buenos. Que los malvados siempre fallan. Al menos en las películas, que hoy se parecen más que nunca a un Ejército que no es el que era. Quizá por ello el 80% de los militares de Palma renuevan contrato. Y casi todos los que son sueñan con viajar a Afganistán a seguir los pasos de los 41 compañeros que ya están allí. "Es lo máximo. Servir a tu país haciendo lo tuyo y cobrando, hoy que es tan difícil trabajar. Nos preparamos para ello", afirma el alférez Adarve, militar y enfermero que sabe lo que salta a la vista: el Ejército no es lo que era: es mejor.