Hubo un tiempo en que Mallorca era mucho más que sol, playa y tumbonas. Un tiempo en el que la isla aún no exportaba fotos de paseos reales y famosetes de veraneo, pero producía botas suficientes para abastecer a todos los vaqueros de Texas. Lo recuerda con nostalgia un veterano sindicalista y aún más veterano zapatero, el hoy secretario de Acción Sindical de UGT, que antes de negociar convenios curtió pieles y clavó suelas. Trabajaba con Juan Frau y Tony Mora cuando aún tenían cinco fábricas y más de ochocientos trabajadores en toda la isla. "Aquí calzábamos a todos los cowboys de Texas", cuenta, suspirando por un tiempo pasado que para la industria sí fue mejor. Fácil que lo fuera. Eran tiempos de fábrica y humo, en los que los pueblos del corazón de Mallorca latían a diario al ritmo que marcaban las chimeneas y las sirenas de cambio de turno. Campos hacía quesos y Llucmajor zapatos. Inca curtía y procesaba pieles. También le daba al martillo zapatero. Como Lloseta. Como Binissalem. Como Alaró, donde solo queda una de las diez fábricas sobre las que pisaba la industria local del calzado. También se alimentó de industria la pequeña y angulosa Selva, que aún luce la cicatriz que le dejó el cierre de Kollflex.

Y Manacor le daba a todo: madera, textil, perlas, vidrio, calzado, marroquinería. Aún le da, pero menos. "Estos pueblos vivían de sus fábricas. Y lo mismo le pasaba a algunos barrios de Palma. Pero poco a poco se ha desmantelado todo. Se ha apostado solo por un sector y la industria tiene ahora los días contados", se lamenta Pelarda, nostálgico de la industria y, sobre todo, de los miles de empleos que generaba. "Es que los pueblos del interior de Mallorca, los que no viven tanto del turismo, se han empobrecido sin que parezca importar mucho". Quizá lo lamenten más los herederos texanos de John Wayne.