Jaime Bestard era auxiliar de cabina de Iberia, azafato en los términos que se utilizan hoy en día, en un Douglas DC-3 bimotor que el 10 de abril de 1958 tuvo que improvisar un aterrizaje de emergencia que terminó con el aparato empotrado en un huerto del nuevo Seminario que las monjitas cuidaban con esmero. Todavía hoy recuerda la desagradable experiencia. "Lo que más temía era morir abrasado, porque era algo que tenía en la cabeza tras ver cómo quedaron los restos calcinados tras un accidente de un avión italiano que se estrelló en Son Bonet", rememoraba ayer, más de cincuenta años después de un accidente que afortunadamente se saldó sin ningún herido grave.

"El vuelo sobrevolaba la Serra con dirección a Barcelona cuando al avión, un Douglas DC-3 de treinta plazas, se le paró uno de sus dos motores. Me llamaron a la cabina y yo, la verdad, esperaba otra noticia. Mi mujer se encontraba embarazada y estaba a punto de dar a luz y la torre de control se había comprometido a avisarme cuando hubiera parido para informarme del sexo del recién nacido y de cómo había ido el alumbramiento. No te imaginas cuál fue mi sorpresa cuando el comandante me informó de que se le había parado un motor y que teníamos que volver para hacer un aterrizaje de emergencia en Son Bonet", recuerda esos momentos angustiosos Jaime Bestard.

"El avión perdía un metro de altitud por segundo y el comandante me ordenó que volviese a la cabina a preparar a la gente para un aterrizaje forzoso. Así lo hice y ajusté los cinturones de todo el pasaje sin que nadie se alarmara en exceso excepto un niño, que sí se percató de que se había parado uno de los dos motores", sigue su relato el ex azafato.

Pese a que la noticia publicada en aquellos tiempos de un régimen franquista en pleno apogeo elogiaban la pericia del piloto al afrontar sin mayores consecuencias un aterrizaje de emergencia, Bestard tiene hoy en día una opinión diferente. "Se puso muy nervioso. Esos aviones, con un sólo motor, eran perfectamente manejables y se podía aterrizar perfectamente en esas circunstancias. Incluso se dieron casos en los que se pararon los dos motores y el comandante pudo sortear la tragedia planeando hasta una pista de aterrizaje. Tras ese accidente, en otros tres vuelos en los que iba de tripulante de cabina también se paró uno de los motores. Pero la experiencia de los comandantes de esos aviones les permitió aterrizar sin mayores contratiempos y, lo que es más importante, sin que el pasaje notara la avería".

En esta ocasión la cosa fue bien diferente, pese a que las condiciones meterológicas de ese 10 de abril de 1958 eran buenas y el viento tampoco suponía mayor inconveniente. "No pudo aterrizar en Son Bonet y se elevó unos cuarenta metros tras la maniobra frustrada para caer sobre el huerto del nuevo Seminario que, al estar recién regado, amortiguó el golpe. Tras el impacto, el pasaje se mostró sorprendentemente tranquilo, yo creo que como consecuencia del propio miedo que habían pasado. Recuerdo que un bote salvavidas que llevábamos en el interior de la aeronave bloqueó la salida e impedía abrir la puerta. Finalmente lo conseguimos e insté a los pasajeros a correr, a que se alejaran de la nave porque se estaba derramando el combustible y todo podía explotar en cuestión de segundos. Finalmente no pasó nada pese a que el propio comandante, que estaba muy alterado, estuvo a punto de provocar el incendio cuando, tras bajar del avión, intentó encenderse un cigarrillo, algo que le impedí con presteza", remata Bestard su relato de un accidente que se saldó con una rotura de un tobillo y unas cuantas lágrimas derramadas como válvula de escape tras unos momentos de alta excitación y nervios.