La escena se repite a diario, al encenderse las farolas. Varias personas se agolpan a las puertas de servicio de un gran supermercado en la calle Capitán Salom de Palma, anexo a otro de distinta marca. Las dependientas no llegan a sacar hasta la acera los contenedores de basura, el grupo se apresura a quitárselo de las manos. Y empieza la vorágine.

La imagen tiene algo de estremecedora. Nadie parece pasar hambre, pero en pocos segundos, las bolsas de basura caen sobre el asfalto y son destripadas para encontrar comida. La labor dura unos pocos minutos, al cabo de los cuales, nada parece que haya sucedido. Con suma diligencia, esos ciudadanos ávidos de viandas vuelven a depositar los embalajes y desechos en el interior de los contenedores, y los dejan en su sitio, para cuando pase el camión de recogida. Unos desaparecen con más alimentos que otros: incluso en la adversidad, la fortuna no entiende de igualdades.

¿Estamos ante una práctica habitual, o un fenómeno reciente? "Llevo en este súper los dos últimos años, y en todo este tiempo lo he visto", explica la dependienta que atiende la última cola de clientes, mientras al lado su compañera hace caja.

Faltan tres minutos para las nueve y cuarto de la noche, hora del cierre. Siempre igual, de lunes a sábado. La cajera se muestra algo desconcertada por el interés del extraño sobre lo que ocurrirá en el exterior al cabo de poco, pero aun así responde solícita: "No significa que sean alimentos caducados, nosotros tiramos algunos productos que han recibido un golpe en el envase, que tienen mala presentación y no pueden venderse, o que perecerán en breve". ¿Obedece todo esto a la crisis? De nuevo su respuesta no ayuda a despejar las incógnitas: "Es que hay mucha gente que lo pasa mal, y tiene necesidad de venir", asevera. Una observación más cuidadosa sobre el terreno tampoco resolverá los interrogantes, si bien permitirá conocer mejor cuán compleja es la realidad que cada noche aflora en torno a determinados establecimientos comerciales.

En el parking enfrente de la entrada principal de nuestro supermercado prácticamente ya no hay movimiento. Dos a pie y otro en bicicleta, tres chicos africanos esperan en la puerta lateral. De un turismo de gama media, que no da pie a pensar en penuria alguna, desciende una mujer que ronda la cincuentena. Se pone unos guantes de plástico, de los que se usan para lavar los platos. Otra señora que también ha llegado pedaleando habla con los chicos. Se acerca un sexto hombre; resulta evidente que entre ellos son caras conocidas.

Sobre las nueve y media, se abre el portón de servicios. Las cajeras empujan hacia fuera dos contenedores verdes de basura, pero enseguida se los arrebatan los que aguardan en la acera, y se abalanzan sobre ellos. Doce manos y otros tantos brazos sacan todo el contenido de uno, y acto seguido vuelcan el otro sobre el asfalto, para que todo sea más fácil. Las seis personas que se concentran ese día revuelven en pocos segundos la basura: La mujer del coche coge media sandía, una pizza y pan de molde. El hombre que llegó en último lugar sostiene una caja de huevos, un paquete con lonchas de embutido, y una bolsa de patatas fritas. "Hoy ha habido poca cosa", lamentará más tarde uno de los que rebuscan. Lo que más se aprecia son barras de pan esparcidas.

Mientras todo esto acontece, varias cajeras conversan amigablemente a escasos centímetros, del todo acostumbradas a los últimos coletazos de su rutina diaria.

En el último pleno del Consell de Mallorca se debatió el recorte en los sueldos de los políticos. Todos los partidos acataron la medida a regañadientes, si bien la izquierda recordó en voz alta que la institución insular hace dos años que congeló las nóminas y ajustó el presupuesto un 15% a la baja "en todos los departamentos, excepto en Bienestar social", cuidaron de recalcar sus portavoces. En las afueras de nuestro supermercado, no se ve a ningún asistente social para interesarse por lo que allí ocurre, ni parece que haya visitado el sitio en los últimos dos años. Ni del Consell, ni del Ayuntamiento de Palma, adelantamos para evitar que alguien se ampare en los conflictos de competencias.

La señora del vehículo carga en el maletero un cajón con los productos que ha conseguido recoger. Se muestra sorprendida y desconfiada al preguntarle si no pueden ir a un comedor social. "No buscamos comedores sociales, nosotros solo venimos a buscar cosas que tiran, y ya está", espeta en un perfecto catalán de Mallorca, y deseosa de zanjar la conversación. "Venimos porque queremos", zanja algo desafiante. Al marcharse, sonará algún que otro comentario negativo: "Ésta tiene bares y otros locales, no tendría ninguna necesidad de venir aquí, pero en fin, dejémoslo, prefiero callarme". Las razones para participar en este trasiego diario de residuos son diversas, y alguna puede deberse a síndromes conocidos. Ya hemos advertido de que nada indica que estemos ante situaciones desesperadas; cuesta en todo caso pensar que a nadie le divierta hurgar voluntariamente entre los desperdicios ajenos.

Dos de los chicos de color, que rondan los veintitantos, conversan con la segunda mujer, la que ha venido en bicicleta. Ante el extraño, ésta se apresura a afirmar que no busca comida para ella, sino para sus muchos animales en una finca. Sus interlocutores sí son víctimas directas de la crisis de la que tanto hablan sus señorías, y en este caso concreto bien puede que escasee la comida. "Hace dos años que no tienen trabajo, antes estuvieron en la construcción", se retrotrae la señora –también mallorquina– al no tan lejano boom del ladrillo y la obra pública, con el consabido efecto llamada. Al hablarles de por qué no acuden a un centro donde les den almuerzo y cena, dicen desconocer su existencia. Ningún trabajador social, aseguran, ha ido nunca allí ni a otro de los lugares que frecuentan a explicarles los programas de atención a que pueden acogerse.

"Yo lo que quiero es trabajo", reclama uno de los jóvenes. "Sí, eso ya lo sabemos, pero si por lo visto hay un sitio donde os pueden dar de comer caliente cada día, en lugar de tener que venir a revolver aquí, ya es algo ¿no?", les anima la mujer. Escuchándoles un rato más, resulta obvia la desinformación de los jóvenes, que recelan de acudir a algún tipo de Administración al carecer de papeles. El drama radica en que nadie se haya acercado nunca antes a explicarles que en el comedor social no les pedirán que demuestren primero si viven legalmente en Mallorca.

La clase política balear discute estos días, algo molesta, sobre si tiene que aplicarse una rebaja de un punto más o un punto menos en sus sueldos. Los asesores y demás personal eventual colocados a dedo por esos políticos en las instituciones también hacen sus cálculos sobre si el recorte será de 140 o 145 euros.

Tanto si acuden allí por picaresca, cierta necesidad o ´adicción´, en nuestro súper el debate es mucho más terrenal. "Hoy hemos sido pocos, hay días que vienen trece y quince personas", prosigue la señora mallorquina que se ha quedado junto a los chavales. En ocasiones hay algún codazo, "pero no violencia". La cajera también había corroborado antes ese punto. Otra cosa es que deba procederse al vaciado rápido de los contenedores, "porque el que se despista, ya no coge nada", señala la mujer, que dice ser maestra. Conocedora de la zona y lo que en ella se mueve, afirma que con los estragos de la crisis ha aumentado la competencia para revolver en la basura, aunque deja caer que siempre ha habido gente que lleva a cabo esa labor por otros menesteres ignotos.

¿Por qué no lo hacen en el supermercado de al lado? "Huy, imposible, esos son unos… Cierran los contenedores con llave y no los dejan fuera. Vienen con camiones aposta a llevarse lo que desechan", explica nuestra fuente. De hecho, en otros puntos de la ciudad, como la plaza Fleming o s´Escorxador, también con frecuencia se vacían los contenedores de otros supermercados de la primera firma. Todo lo cual obliga a reflexionar si las grandes empresas de distribución alimentaria que operan en Balears proceden a tratar adecuadamente los productos que desechan, o si por el contrario habría fórmulas alternativas, que incluso permitieran aprovechar socialmente los productos retirados de la venta, pero que mantienen su calidad. Pero el empresariado no parece estar por la labor.

Mallorca no es la isla de la opulencia, aunque sea esta la concepción que en general se tiene fuera. La sociedad mallorquina es múltiple y diversa, aquejada de los mismos males que en otras Comunidades. La imagen de personas rebuscando alimentos y otros objetos entre las basuras no es exclusiva de estos lares, y más con los tiempos que corren. Sin embargo, su multiplicación obliga, por lo menos, a reflexionar sobre qué acontece más allá del también tópico recurrente del sol y playa.