Una sociedad puede perder su capacidad de espanto cuando es sometida día a día a la exhibición de sus úlceras políticas. Puede dejarse sedar por estériles debates sobre el origen de la enfermedad promovidos por quienes no saben o no quieren prevenirla ni curarla. Incluso puede hallar tonto consuelo en otras sociedades donde las administraciones públicas también sufren los miasmas de la corrupción. Pero si el enésimo caso incubado la pasada legislatura, esta vez en el Consell, no acaba en el repudio de todos los políticos que extendieron el mal por acción u omisión, es que nos los merecemos.