Permanecía encerrada en el silencio y la oscuridad. Nació a las 24 semanas de gestación y los médicos le diagnosticaron sordoceguera, una discapacidad que entorpece la comunicación con el entorno. Cumplidos los 12 meses empieza a asistir a unas sesiones específicas de la ONCE, pero los profesionales consideran oportuno que se matricule en un centro ordinario. "Cuando llegó mostraba muy poco interés por el mundo. Estaba tan encerrada en sí misma que se autolesionaba dándose golpes", explica María José Gómez, la profesora de educación infantil de la escoleta municipal de s´Arenal que aceptó la propuesta de acoger a Sara -un nombre irreal que usamos por consejo de su psicóloga- como una más de sus alumnos.

Cuando ingresa es 16 meses mayor que sus compañeros pero comienza a caminar un año más tarde que ellos. Dadas sus dificultades, una mediadora se encarga de ayudarla durante todo el proceso de integración en la escuela. Su nombre es Malén y durante tres años ha sido su referente dentro del aula. "Los primeros meses fueron muy duros", recuerda la tutora. "Nuestro objetivo era que empezara a tener interés por sí misma y por la gente y lo objetos que la rodeaban". Pero Sara encuentra serias dificultades. "En esa época, para ella sólo existe aquello que toca y cuando lo toca. Nosotras debíamos acercarle el mundo para que aquello que palpase, cuando dejaba de hacerlo, siguiera existiendo y pudiera desarrollar el pensamiento", comenta Ana Iglesias, la psicóloga de la ONCE encargada de revisar la evolución de la pequeña.

María José y Malén tuvieron un contacto diario con Sara. Le hacen caricias, masajes y juegos de falda para que se sienta a gusto con su cuerpo, al que no puede ver ni oír. Vive inmersa en una burbuja completamente aislada, pero los esfuerzos de sus educadores ofrecen sus frutos al cabo de unos meses, cuando emite su primera sonrisa social, es decir, la primera respuesta consciente a los susurros y carantoñas que recibe de los adultos. "Fue muy emotivo", asegura la que ha sido su tutora durante tres años. Poco a poco, Malén y María José observan que la niña conserva restos visuales para moverse por la clase y en el patio. "Ya cuando empezó a gatear comprobamos que se desplazaba por debajo de las mesas sin chocar con ellas", afirman.

Sara captaba la realidad de forma "fragmentada y distorsionada, sin conseguir darle coherencia a nada", señala la psicóloga. Entonces, Malén, la mediadora, le ayuda a encontrar un sentido a todo lo que hace. Le enseña a relacionarse a través de signos -que comienza a reproducir durante el tercer curso-, invita a los demás niños y adultos del centro a conocerla para poder comunicarse con ella.

La relación con sus compañeros se afianza. "Los alumnos captaron que Sara era diferente a ellos. La querían mucho, la ayudaban, pero no la sobreprotegían", apunta María José. Para salir al patio, la pequeña siempre encuentra voluntarios. Se dirigen a ella con símbolos naturales y a través del lenguaje oral, ya que, al preservar restos auditivos, puede "captar el tono, la cadencia de la frase y algunos sonidos de las palabras", asegura Ana.

En una ocasión, la tutora del grupo explica a los demás niños las dificultades a las que se enfrenta Sara a diario. Con sólo dos años, todos los compañeros entienden que la pequeña necesita los audífonos colocados en las orejas. "Sabían que no los podían tocar y nunca lo hicieron. Curiosamente, cuando se perdían, nos los traían antes de que la mediadora y yo nos enteráramos", recuerda.

Un reloj particular

A diferencia de sus compañeros, Sara empieza a utilizar objetos para estructurar el día y anticipar lo que sucederá después. Su reloj era una cuchara (hora de comer), un cojín (hora de dormir), un bote de crema (hora del masaje) o un peine (hora de ir a casa), entre otros. Con este peculiar método, la niña es capaz de adelantarse a lo que acontecerá y da sentido a la información fragmentada que percibe.

Las actividades plásticas le encantaban. Durante el tercer curso de infantil confecciona las mismas que los demás alumnos, aunque a un nivel de madurez menor. Le relaja escuchar música clásica y muestra "mucho interés" por los instrumentos musicales. Su favorito, sin duda, era el tambor. "La acercábamos a un amplificador porque notaba mejor las vibraciones", dice la profesora rememorando la celebración del día de Sant Antoni, cuando varios xeremiers visitaron la escoleta.

Durante su etapa en la escoleta descubre otra afición: la cocina. El personal de este servicio, así como el de limpieza, mantienen una muy buena relación con ella. Cada mañana, Sara repasa la nevera para oler, tocar y saborear alimentos. "Para ella era una experiencia enriquecedora y cambiante. No le gustaban demasiado las comidas sólidas, pero devoraba los macarrones", explican.

Los progresos de la pequeña se producen lentamente. Aun así, durante los tres cursos de infantil recibe numerosos reconocimientos por sus pequeños logros. Al finalizar la etapa, la niña ya sabe comunicarse a través de algunos signos, así como emitir sonidos. También demuestra facilidad para moverse de forma autónoma por los espacios que conoce, como la clase o el patio. Gracias al interés de los profesionales, escapa de la desconexión en la que vivía sumergida y se abre al mundo que le rodea.

Una lección

María José reconoce que los niños han dado "una lección de cómo aceptar y ayudar a las personas tal y como son". Insiste en que acoger a una alumna con tales deficiencias es todo un reto que sólo puede afrontarse con "ilusión y recursos". Sin los medios necesarios (mediadora, psicopedagogos, personal del centro, etc.), "estas experiencias acaban desgastando a los profesionales y perjudicando a los afectados", acota. Ahora Sara ha cumplido los cuatro años de edad y estudia primero de primaria en un colegio ordinario de Palma, lejos de la escoleta donde aprendió a reír y vivía colmada de caricias. Con la ayuda de personas entregadas a la causa, intenta abandonar ese vacío espacial y temporal al que estaba sometida desde que nació. La mediadora sigue haciendo de puente entre ella y sus compañeros. "El éxito culminará cuando la pequeña pueda relacionarse con los demás de forma directa y normal, sin necesidad de un mediador", concluye Ana, quien, junto a Malén y María José, ha conseguido un merecido reconocimiento por el trabajo hecho: el segundo premio en la categoría de experiencias escolares de la ONCE de 2006.