A Nelson Mandela se le pegó la tradición en los huesos desde muy pequeño, igual que el liderazgo. "Nació y fue criado para ser un jefe", dice su amigo y activista Ahmed Kathrada. Mandela, hijo de consejero real, aprendió en esos días a cuidar del rebaño, cazar pájaros con una honda, recoger miel de panales salvajes y beber leche tibia de la ubre de las vacas. Hoy, cada niño de Qunu aún conserva una honda en la mano, los dedos pegajosos y un poco de esa leche en la comisura de los labios, símbolo de vida rural y pobreza digna.

Aunque su padre murió pronto y Mandela fue adoptado a los nueve años por el regente de los thembu, nunca dejó de ser aquel niño de Qunu. Cuando en 1994 se convirtió en presidente de Sudáfrica, en sus constantes viajes por el mundo echaba de menos el pap, una pasta de maíz molido, y la leche cuajada. Hay alimentos, decía, que van al estómago y otros que van directamente a la sangre. Hablaba de aquella infancia de Qunu.

Con los años se convirtió en jefe de familia, con todo lo que ello implica en una familia africana. Quien preside la mesa, observa en silencio y se preocupa por los demás; aunque esto último en él no era función adquirida, era su forma de ser. Hace un tiempo, su bisnieto Luvuyo fue a visitarle a su casa de Houghton para ver cómo estaba después de pasar las Navidades hospitalizado. Mandela alzó la vista, levantó el pulgar para decir que todo okey y le salió una pregunta sin pensar: "¿Ya has comido?": "Parece una pregunta tonta -cuenta Luvuyo-, pero para mí demuestra el tipo de persona que era. Siempre se aseguraba de que los pequeños de la familia hayamos comido primero y pedía ser el último en ser servido".

Mandela llegó a Johannesburgo con el vértigo en el cuerpo y la curiosidad viva en los ojos. El primero aprendió a vencerlo, lo segundo siempre le acompañaría. En Soweto recuerdan su paso de chico a hombre. Se casó con su primera mujer y tuvo cuatro hijos, aunque una meningitis le mató a la pequeña Makaziwe, a los nueve meses. Pronto se mudó a la misma calle un joven cura llamado Desmond Tutu y, con el tiempo, Vilakazi Street se convertiría en la única calle del mundo con dos premios Nobel de la Paz.

El lugar era muy pobre, y sus progenitores sufrían, aunque ninguno de los niños entendía que pudiera haber una vida mucho mejor que aquella. Por primera vez, las urnas vomitaron al mundo la palabra apartheid. Era 1948. Ntombela veía menos por el barrio al padre de sus amigos. Mandela, al frente del primer bufete de abogados negros del país, se casó con la política y se divorció de su primera mujer. Más tarde viviría en esa casa de Vilakazi con Winnie Mandela, a la que soñó más desde la cárcel que en libertad. Treinta y ocho años juntos acabarían con una fría separación.

No se olvidó de sus vecinos de Soweto. Al salir de prisión después de casi tres décadas, regresó unos días a su hogar con el traje de gran líder de la revolución negra. Pasó casa por casa a saludar a sus vecinos y les llamó por el apellido a todos. "Hacía que no tuvieras miedo de preguntarle cualquier cosa", destaca Philip Ntombela. El vecino del héroe murió de pena unas semanas después de pronunciar esta frase, cuando unos ladrones le robaron los tres ordenadores de su colmado, que había comprado después de trabajar toda su vida. De haberse enterado, Mandela le habría recordado con nombre y apellido.

Madiba -su nombre de clan xhosa- tenía buena memoria y sabía usarla para complacer a su interlocutor. No importaba quién. El cónsul honorario español, Eduardo García-Gutiérrez, con media vida en Sudáfrica, coincidió con él, ya presidente, en una cena en un hotel de Johannesburgo. Sonó el teléfono y, como no había nadie alrededor, descolgó. Preguntaban por Mandela, fue a buscarle y le acompañó hasta el aparato. Le preguntó su nombre y ahí quedó todo. Un año después, se cruzaron en la reinauguración del Blue Train, un tren de lujo que une Johannesburgo con Ciudad del Cabo. Le dio un fuerte apretón de manos: "¡Hombre, señor García, usted por aquí!", le dijo. "Se acordaba perfectamente -dice-, era un hombre con una memoria prodigiosa y te hacía sentir a gusto". Para Mandela, la memoria era una manera de hacer política.

El carisma y la elegancia son los primeros recuerdos del héroe antiapartheid del griego George Bizos, que se hizo amigo suyo antes de que Mandela fuera Mandela. Se conocieron hace más de 60 años. La década de los 50 arrancaba, y Mandela daba un discurso frente a varios estudiantes, muchos blancos; y como no había micrófono, sacaba un vozarrón hipnotizante. Bizos rememora: Madiba era el mejor vestido, quien desprendía más seguridad, quien mejor hablaba; y se quedó con un detalle: "Era un optimista". El propio mito sudafricano diría más tarde aquello de "siempre parece imposible hasta que se ha conseguido" para definirse sin pretenderlo.

Cuando más difícil parecía, siempre optó por la confianza, incluso el humor. Al poco de convertirse en el primer presidente negro de Sudáfrica, se desató una tormenta en una reunión de ministros. Mandela se mantuvo en silencio, dejó hablar a todos y se levantó. Después de escucharos, dijo, la decisión del gobierno es la siguiente: tal. Se dirigió a la puerta, se giró y preguntó: "¿Alguna dimisión?", y se fue riendo. Cuando se lo explicó a Bizos, se reía a carcajadas.

Sus últimos días

Mandela, que se levantó muy pronto durante toda su vida para hacer deporte -durante su cautiverio corría una hora cada día sin avanzar en su diminuta celda-, es un gran conversador y un devorador de periódicos. Uno de ellos siempre es un diario en lengua afrikáans.

Últimamente leía libros especiales de letra grande porque la vista le ha empezado a abandonar. Pero a sus 94 años, aún tiene sed por aprender. Ese es su mensaje. El día de graduación de su bisnieto Luvuyo, en el año 2009, le llamó para felicitarle. Luvuyo siempre ha tenido devoción por su bisabuelo desde que lo vio por primera vez en una habitación de Durban cuando tenía siete años y le mimara como a un rey: le besó y dio 50 rands (cuatro euros). A menudo, Mandela le preguntaba por su afición al baloncesto o le hacía bromas sobre si había ganado un poco de peso. El día de su graduación le regaló un consejo. "Me dijo: ´Es genial que hayas conseguido tu primer título, pero esto no se para aquí. Vas a seguir aprendiendo, como yo hago. Hasta que seas anciano y mueras nunca pares de aprender... porque el día que dejas de aprender empiezas a ser irrelevante´". Cuando a Luvuyo le ataca la pereza, recuerda esas palabras y salta del sofá.

Graça Machel, con quien se casó a los 80 años, le seguía escogiendo las camisas y se encargaba de reunir a la familia. Desde que se citó con ella en la avenida Nyerere de Maputo y lo dejó escrito en una nota con un gato Garfield dibujado, Mandela ha sido feliz con "mama", como la llamaba cariñosamente.

En las caminatas por el parque, Bizos y Mandela hablaban de la vida y el mundo durante horas como si aún les quedara tiempo para arreglarlo. Mandela fruncía el ceño con la invasión de Iraq o con cierta deriva política de su país. También hablaban de la historia para no repetirla. Hablaron de España: "Estaba familiarizado con cosas de España, sí, sobre la Guerra Civil, el periodo de Franco y cómo colaboró con los nazis". Mandela nunca nadó en aguas tibias e, incluso en una conversación entre amigos, tomaba partido por las causas que creía justas. "Apoyaba al bando republicano, decía que habría luchado en el lado de la República, pero que entonces era demasiado joven", señala Bizos. España le mostró también que las guerras civiles sajan en dos un país y muestran sus peores tripas. Tomó nota: "Repetía que no debía pasar eso en Sudáfrica".