Pocas satisfacciones se ha concedido el mallorquinismo este último siglo. Incluso en los mejores momentos planeaba la sensación de que disfrutaba por encima de sus posibilidades. El Mallorca forma parte de ese pelotón de equipos que nacieron para sufrir, y seguramente por eso nunca ha tenido una legión de seguidores. Sin embargo, al hincha bermellón siempre se le ha alabado una cualidad: la fidelidad.

Las finales de Mestalla, Birmingham y Elche movieron masas y despertaron un sentimiento de orgullo y pertenencia. Por primera vez muchos mallorquines descubrieron que ser del Mallorca era más gratificante que ser del Real Madrid o del Barcelona. Aquellos años el equipo contagió entusiasmo a una sociedad poco dada a las muestras de exaltación de ninguna clase, aunque no siempre fue así. De hecho, ser mallorquinista ha sido durante muchos años un acto de fe.

El fútbol estaba todavía en pañales cuando Adolfo Vázquez Humasqué fundó el Alfonso XIII, embrión de lo que más tarde sería el Real Mallorca. El interés por este deporte fue creciendo con los años, también en Mallorca, y en 1945 el conjunto bermellón abandonó el Bons Aires para mudarse a un Lluís Sitjar más moderno y funcional (al menos para los cánones de la época). El estadio, que entonces contaba con un aforo para 15.000 personas, se llenó para el partido inaugural, pero lo cierto es que pocas veces volvió a ocurrir.

El núcleo irreductible del Sitjar. El estadio de Es Fortí fue testigo de largas épocas de letargo y estancamiento de un Mallorca que deambulaba por Tercera, Segunda B y Segunda, siempre deseoso de hacerse con un lugar entre los más grandes, pero casi nunca cerca de ellos. A lo largo de aquellas décadas el equipo siempre estuvo acompañado por un núcleo irreductible de mallorquinistas. Disfrutaron con el primer ascenso a Primera en 1960, cantaron el gol de Joan Forteza en un Sitjar repleto y en 1962 se extasiaron con la victoria por 5-2 al Real Madrid campeón de cinco copas de Europa. También sufrieron en los años en los que era más importante subsistir que subir a Primera.

El mallorquinismo se cobró su revancha años más tarde, con aquel ascenso en Vallecas que inauguró la etapa deportiva más esplendorosa de la historia de la entidad. Beltrán, Cúper y un grupo de futbolistas sobrados de carisma reclutaron para la causa a miles de aficionados.

Estalla la fiebre por el Mallorca. La final de Copa contra el Barcelona dio lugar al primer desplazamiento masivo de rojillos fuera de la isla. Aquellos quince mil hinchas derramaron muchas lágrimas en la grada de Mestalla. Un año después hicieron lo propio en el Villa Park de Birmingham cuando Nedved destrozó el sueño de conquistar la Recopa.

El mallorquinismo se despidió de Cúper y del Sitjar en pie y con una ovación. Tocaba mudarse al antipático Son Moix. El Mallorca jugó allí la Champions, vivió grandes noches europeas y Etoo presentó candidatura a convertirse en el mejor rojillo de la historia. Pero nada de eso logró que la hinchada bermellona lo sintiera suyo.

Hubo un último desplazamiento multitudinario a Elche en 2003. Esta vez el equipo rojillo levantó la Copa del Rey y el mallorquinismo pudo sacudirse todas sus frustraciones.

Cuatro hitosLa ‘marea bermellona’crece y sale de Mallorca

El ascenso conquistado en Vallecas en 1997 abrió una etapa de esplendor deportivo. Cúper y un grupo de futbolistas inolvidable conquistó a miles de mallorquinistas y despertaron un sentimiento de orgullo y pertenencia al club. La final de Copa del Rey de Mestalla generó en 1998 el primer desplazamiento masivo de rojillos fuera de la isla. Ser del Mallorca ya era tan grato como serlo del Madrid o del Barcelona. La ‘marea bermellona’ también invadió el Villa Park de Birmingham para asistir a la final de la Recopa en 1999, y el Martínez Valero de Elche para presenciar el triunfo en la Copa del Rey en 2003.