Ana Niculai, de 25 años, llegó a la isla junto a la mayoría de sus once hermanos en busca de un futuro que se antojaba negro en Rumanía. Empezó a trabajar como camarera en un restaurante de s´Arenal de Llucmajor, con cuyo cocinero inició una relación sentimental. Las cosas iban bien y se fueron a vivir juntos. Ana y una compañera de trabajo decidieron montar su propio negocio y hace tres meses abrieron un bar en la calle Socors, en Palma. El lunes, a las siete y cuarto de la mañana, Ana salió de casa para ir a abrir el local como hacía todos los días. Cogió el coche de su novio, un Audi A4 negro, porque el suyo estaba en el taller y apenas media hora después llegó al aparcamiento de la calle Jeroni Pou donde aparcaba siempre. Un tipo bajito se topó entonces en su camino. Era Alejandro de Abarca.

Secuestro y asesinato

De Abarca es un apellido conocido entre los policías del norte de la isla. Sus 32 años de vida estaban plagados de problemas con la justicia por varios robos y una agresión sexual que le habían llevado a prisión. Había disfrutado de unos días de permiso y, aunque esa mañana debía regresar al centro de reinserción, no tenía ninguna intención de hacerlo.

Secuestró a la chica y empezó un errático camino a bordo del Audi A4. Siguiendo la guía de testigos y cámaras de seguridad, el coche estaba ya a las nueve de la mañana en el camí de s´Amarador, entre Muro y Can Picafort, cerca de la casa donde Alejandro de Abarca se crío y solía refugiarse durante sus permisos. Dos horas después, Alejandro entró en un bar de la zona. Se tomó una cerveza y se llevó seis más. Todo, según parece, con Ana retenida en el coche y mientras sus familiares habían dado ya la voz de alarma al comprobar que no había abierto el bar y que nadie sabía nada de ella. A las dos de la tarde, el Audi fue visto dando bandazos en la carretera vieja de Inca, cerca de Santa Maria. Se sabe también que el secuestrador visitó a un familiar en la zona de Muro, que, ajeno a lo que estaba ocurriendo, le echó de allí con cajas destempladas. Su rastro se perdió hasta que, al caer la noche, el coche ardió junto al camí de s´Amarador con Ana Niculai ya muerta en el maletero. De Abarca había comprado cinco litros de gasolina para deshacerse del cuerpo y borrar pruebas.

El hallazgo del cadáver abrió un círculo todavía por cerrar. La Guardia Civil no tardó en descartar que alguien cercano a la joven estuviera implicado en el crimen. Se enfrentaban a un desconocido al que el miércoles pusieron rostro y nombre: Alejandro de Abarca. Los testigos lo reconocieron como la persona que había comprado gasolina en una estación de servicio de Muro y su descripción -1,50 de estatura, pelo rapado y un tatuaje en el brazo- coincidía con el conductor del Audi A4 negro al que varias cámaras de seguridad captaron tras la desaparición de Ana Niculai. Además, fue visto en la zona donde ardió al coche poco después de que se declarara el incendio. Los investigadores no tenían ya dudas de que ese era su hombre.

Un batallón de agentes comenzó a seguir su rastro. La cacería acababa de empezar. La fotografía del sospechoso se distribuyó entre todos los cuerpos de seguridad y se reforzó la vigilancia en puertos y aeropuerto para evitar su fuga. Los agentes registraron la vivienda próxima a la depuradora de Can Picafort, con acceso directo al camí de s´Amarador, a la que Alejandro de Abarca solía acudir durante sus periodos de libertad. Encontraron una montaña de latas de cerveza, quizá las que compró la mañana del lunes, y se sospecha que pasó allí las primeras noches tras cometer el crimen. El fugitivo conoce bien la zona y su rastro es difícil de seguir. En Lluc apareció una tienda de campaña donde según parece se refugió al sentirse perseguido. El viernes, una joven motorista sufrió una avería cerca del camí de s´Amarador. Un hombre, al volante de un Ford Fiesta blanco, le ofreció ayuda. Pero la mujer reconoció a Alejandro de Abarca, huyó y alertó a la Guardia Civil.

Finalmente, el 26 de julio la Guardia Civil localiza a 'el Enano' en un torrente, cerca de la depuradora de Selva. El presunto asesino no intenta resistirse y se limita a negar su identidad. Sin embargo, coincidían las características físicas, su apenas 1,50 metros de altura, el tatuaje en el brazo y la ropa, la misma que llevaba cuando le vieron en el lugar del crimen hace una semana: camiseta sin mangas roja y pantalones. De camino al cuartel de Inca uno de los guardias gritó a su espalda: ¡Alejandro!, y el detenido giró la cabeza.