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Análisis

La encrucijada

Se decía que todo iba a cambiar en estas elecciones y así ha sido. Se insistía en que el bipartidismo pasaba a la Historia y quienes así pensaban, acertaron. Un pacto nuevo, jamás visto, resulta imprescindible porque ningún grupo cuenta con la mayoría absoluta pero tampoco las sumas digamos naturales conducen a la capacidad de gobernar. Ni PP+Ciudadanos, ni PSOE+Podemos, ni mucho menos PSOE+Ciudadanos alcanzan esos 176 escaños necesarios. Con lo que entramos en la varita mágica de un gobierno en minoría que, como es lógico, sólo puede ser del PP. Pero con la abstención de Ciudadanos „prometida a regañadientes por su líder a última hora para facilitar la investidura de la lista más votada„ no basta. Deberían abstenerse también el PSOE o Podemos, cosa a la que, en principio, no se llegará con una negociación fácil ni tiene visos de llevar a que un Gobierno así dure toda la legislatura.

Así que, en mi opinión, la verdadera novedad de las elecciones de ayer es que por primera vez en la Historia de nuestra democracia el Gobierno que debe afrontar los retos inmensos que nuestro país „léase nuestra Constitución„ tiene por delante implica la necesidad de un pacto jamás visto y apenas imaginado antes. Con un añadido que nos lleva a la cuestión que se supone que debe abordar esta columna: es el PSOE el que debe decidir cuál es ese Gobierno.

Al margen de las declaraciones enfáticas de Pedro Sánchez en la campaña electoral asegurando que iban a ganar, el PSOE tenía otro objetivo mucho más real: conservar los 110 votos de 2011. No lo ha logrado ni de lejos. Si bien es cierto que ha conseguido mantenerse, con cierta holgura, como segunda fuerza en el abanico parlamentario, el fracaso de Pedro Sánchez ha sido absoluto. Se rumoreaba que la condición para que se diese un pacto PP-PSOE era su retirada; algo que con un mínimo de vergüenza política por parte de quien ha sufrido semejante derrota debería salir de él mismo, sin necesidad de presión externa alguna. Pero no hay tiempo para eso.

Con Sánchez al timón, el PSOE se ve ante la decisión estratégica más difícil de toda su historia reciente. Tiene que elegir entre garantizar la gobernabilidad o contribuir a una italianización de la legislatura. Ninguna de las dos salidas le permite pensar en un futuro cómodo. Si opta por forzar un Gobierno débil corre el riesgo de que unas nuevas elecciones tan próximas como inevitables lleven a que Podemos le arrebate el liderazgo de la socialdemocracia, en particular si el partido de Iglesias acierta a jugar sus cartas y abandona la tentación de la extrema izquierda. Pero si el PSOE intenta garantizar un Gobierno estable, de nuevo son dos las opciones que aparecen y que le obligan a tomar una decisión de riesgos inmensos.

La primera opción para una estabilidad de la legislatura, del todo normal en Europa pero impensable hasta hoy en España, es que el PSOE entre en un gobierno del PP o lo apoye desde fuera (que viene a ser lo mismo). De ser así, los socialistas se enfrentan al peligro del abrazo del oso con un agravante: que, a los ojos del ciudadano, el bipartidismo se mantiene yendo de la mano. Que socialistas y populares marcharían en contra de la tendencia de cambio, vamos.

La segunda de las opciones supone volver a lo de siempre: que sean los nacionalistas catalanes y vascos los que aseguren la gobernabilidad. Pero resulta utópico tanto creer que los soberanistas catalanes harán presidente a Rajoy como que Ciudadanos se preste a esa maniobra. Así que sería toda la izquierda la que, con el apoyo nacionalista, llevaría por primera vez en la historia a que no gobernase la lista más votada. La decisión crucial entre una y otra opción tiene que tomarla, ya digo, Pedro Sánchez. Y la pregunta que se deberían hacer los socialistas es qué habría hecho en esas circunstancias no José Luís Rodríguez Zapatero sino Felipe González.

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