Si no está estropeado, no lo arregles, pero Sánchez convocó unas elecciones que ya había ganado seis meses antes. Ha logrado una disminución de su cuota parlamentaria a lo Theresa May, dato que por sí solo obligaría a la dimisión del presidente del Gobierno en funciones. Conviene recordar que buscaba "una mayoría más amplia", según las entrevistas que ofrecía como candidato desde La Moncloa. Por tanto, objetivo incumplido.

Sánchez necesita verse en los carteles electorales para saciar su narcisismo, pero podría haber buscado métodos menos lesivos para sus gobernados. Por fortuna, los votantes del PSOE son menos frívolos que sus líderes. Los cerebros del partido impulsaban un resurgir de Vox más importante por la ideología de ultraderecha moderada del partido que por su influjo en la gobernabilidad, mientras que los electores ordenaban a su líder que volviera a intentar un pacto desde la izquierda, y esta vez sin pereza ni desistimiento.

El deseo esperanzado de abril adquiere un tono conminatorio en las tristes elecciones de noviembre, uno de los mayores gestos de prepotencia de la historia del país que solo simbólicamente preocupa a los cabezas de cartel de los contendientes. En primavera, la prensa internacional se despertó saludando en Sánchez al nuevo adalid de la socialdemocracia continental. Ahora mismo, las cabeceras y cancillerías se refieren al unísono al país más inestable del continente. Y todo porque otro iluminado prefirió sentirse Napoleón antes que encargarse de la misión asequible que tenía encomendada.

Cuando un retroceso con visos de descalabro parecía inevitable, el ministro Ábalos aseguraba que nunca pensaron en un resultado muy diferente al de abril. Desacreditaba a su líder, además de despreciar a los votantes. ¿Para qué convocaron entonces?, ¿era un pacto secreto con Vox, como el que Chirac denunciaba sistemáticamente entre Mitterrand y Le Pen?

Sánchez citó a unas elecciones superfluas para recortar su margen de maniobra, suprimiendo la vía de escape de una mayoría absoluta con Ciudadanos. Dañaba de paso la imagen de su país, nuevo paraíso de la ultraderecha. Como de costumbre, el consuelo del líder socialista se halla en sus competidores, lo cual obliga a pensar en la vigencia de la leyenda negra sobre la incapacidad de España para autogobernarse.

Pasar voluntariamente de 123 a 120 exige un castigo

Antes de entrar en detalles, a Sánchez, Casado, Iglesias y Rivera les sobraban los motivos para poner su cargo a disposición de sus partidos, en cuanto se cerró el recuento. Ninguno de ellos se sometió a los resultados, volvieron a demostrar que no existe diferencia entre el patriotismo que predican hasta lo insufrible y su cálculo mercantil. No tienen dónde vivir mejor que en política.

Pasar voluntariamente de 123 a 120 exige un castigo, aunque es cierto que Sánchez temía una sangría mayor. De nuevo, los votantes han querido expresar su desacuerdo por no hablar de asco, pero entreabriendo una puerta a los pactos. Peor está Pablo Casado, presumiendo del segundo resultado más deprimente en la historia del PP, sin ninguna hipótesis vencedora. Retomando las palabras despectivas de Rajoy sobre los 85 diputados del PSOE en 2016, se pueden valorar en su exigua dimensión los 87 diputados populares en el 10N. Por no hablar de un presidente del partido que presumía de un "empate técnico" con el PSOE, que le aventajan en la friolera de 33 diputados. Cabría atribuir un patetismo sonrojante a su intervención postelectoral, pero solo obviando que cerró la campaña pidiendo el voto a los socialistas. Insultaba así a sus partidarios naturales.

Pablo Iglesias se ha visto perjudicado por Más País, aunque el nombre del empeño de Íñigo Errejón debería ser Menos País a tenor de la cosecha obtenida. Sin embargo, la soberbia del sultán de Podemos favoreció la escisión. La fuerza antaño revolucionaria acumulaba 72 diputados en vísperas de las elecciones de abril, se ha visto amputado a la mitad de sus recursos.

La cobardía de Rivera

El caótico Albert Rivera merece capítulo aparte. Ha degradado el liberalismo a doctrina del odio, "la banda de Sánchez". La cobardía del presidente de Ciudadanos y de Inés Arrimadas, fugados de Cataluña, ha reducido a colectivo residual al partido español moderado que fue el más votado de unas elecciones catalanas. Ni la acción conjunta de Malú y Torra ha bastado para enderezar sus negras perspectivas.

La palabra hundimiento se queda corta para describir la caída de 57 a diez disputados de Ciudadanos, por trece de ERC o los ocho de JxCat. Es un buen momento para recordar que el procés coloca a 23 representantes en el Congreso, lo cual obliga a una solución también pactada de la crisis catalana. Por lo menos hasta que Vox proponga la prohibición de votar en las generales a los residentes en esa comunidad, un gesto que contará con el respaldo entusiasta de Ciudadanos, PP y PSOE.

Sánchez no ha logrado autoinfligirse el castigo que su desatino merecía. Es el único que puede gobernar España tras el 10N. O Sánchez o Sánchez pero, si vuelve a fracasar en el intento, ha de renunciar a su vertiginosa carrera (por el vértigo que obliga a padecer a sus representados) y ensayar alguna otra actividad.

El discurso semitriunfal de Sánchez en el balcón de Ferraz resultó desalentador. Al igual que ocurriera en abril, se irritó cuando los militantes de su partido no solo le reclamaron de nuevo un pacto con Podemos, sino que especificaron su rechazo a cualquier tentación de coquetear con Casado. La gran coalición de PP y PSOE es la única mayoría absoluta posible con solo dos partidos, pero ni España es Alemania ni el PP es tan ingenuo como el PSOE, que se entregó cobarde a la investidura de Rajoy.

Los infatigables socialistas no aclaman a su secretario general, lo tienen bajo vigilancia porque no se fían. Dado que Sánchez no parece haber aprendido la lección, conviene recordarle que la única alternativa a un pacto inmediato es la puerta de salida.