Desde el pasado 29 de marzo, cuando el gobierno de Theresa May decidió activar el artículo 50 del Tratado de Lisboa -que marca el inicio de las negociaciones para la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea- nos adentramos en un territorio totalmente desconocido, ya que nunca antes un miembro de pleno derecho la ha abandonado.

Éste último es un factor, aunque no el único, que introduce muchos interrogantes. Quizá el más importante es si, finalmente, el Reino Unido llegará a abandonar la UE, o si todavía es posible que el proceso pueda embarrancar.

Los llamados «brexiteers» -incluyendo a los medios de comunicación- sugirieron a los británicos, antes del referéndum, que si votaban por «salir» harían desaparecer de sus vidas todo lo que les molestaba de la Unión, mientras que podrían retener o recuperar lo que les gustaba. Es muy fácil prometer la Luna, pero ahora hay que negociar cómo se sale, y cuál es el coste del divorcio, y ello evidenciará que casi nada de lo prometido se puede cumplir.

Desde el primer momento, hubo un amplio movimiento exigiendo un segundo referéndum, sobre la base, cierta, de que la opción «salir» de la UE no estaba claramente definida. Salir ¿cómo? ¿Un Brexit «duro» o «blando»? Pero también en ese mismo instante se afirmó que el referéndum no podía repetirse, bajo ningún concepto, porque ello significaría una clara afrenta a los principios democráticos del Reino Unido, perjudicando, gravemente, su reputación.

Tales afirmaciones no tienen porqué ser incontestables. También puede interpretarse que reabrir el debate sobre el Brexit, simplemente es un desafío a la idea, discutible, de que un referéndum supera, siempre y en cualquier caso, a todo el resto de mecanismos de los que puede dotarse una democracia.

Viene esto a cuento porque unos días antes de activar el artículo 50, concretamente el 17 de febrero, el ex primer ministro británico Tony Blair pronunció un discurso, que resultó realmente interesante para repensar la salida de Gran Bretaña de la UE.

Reconoce que el pueblo, aunque fuera por un margen muy estrecho, votó por abandonar la Unión, y, desde esa perspectiva, la voluntad del pueblo debe prevalecer. Pero también es cierto que el pueblo votó sin conocer los términos verdaderos y exactos de la salida, por lo que, a medida que éstos se conozcan, el pueblo tiene derecho a cambiar de opinión.

Blair apunta, con razón, que, aunque nadie lo dijo en su momento, «nos retiraremos del mercado único, que representa alrededor de la mitad de nuestro comercio de bienes y servicios. También dejaremos la unión aduanera, que da cobertura al comercio con países como Turquía. Entonces necesitaremos reemplazar más de 50 acuerdos comerciales preferenciales, que tenemos por el hecho de ser miembros de la UE (por ejemplo, con Suiza). Por tanto, el comercio relacionado con la UE es, en realidad, dos tercios del total del Reino Unido».

Y añade que «el único futuro económico (de Gran Bretaña) fuera de Europa que podría funcionar es aquel que se basa en impuestos bajos, regulaciones laxas y offshore de libre mercado, con el que May está amenazando a nuestros vecinos europeos (...) Esto es, exactamente lo contrario a lo que se prometió a la masa de votantes cuando les habló de un capitalismo más justo, con un mejor trato para los trabajadores».

Una opción de esa naturaleza requeriría una gran reestructuración de la economía británica, de su sistema fiscal y de su sistema de bienestar. Significaría menos dinero, y no más, como prometieron, para el Sistema Nacional de Salud. Y también menos protección para los trabajadores. Pero los ideólogos del Brexit, lo que realmente quieren es eso. Por tanto, lo primero es salir de la UE y, después, demostrar -lo cual será verdad en ese momento- que la única vía posible para un Brexit exitoso, es la de una nación con bajos impuestos y regulaciones muy relajadas.

La importancia del discurso de Blair puede evaluarse por la histérica respuesta que ha causado su propuesta de reabrir el debate del Brexit. El pueblo británico está tremendamente dividido y la tiranía de una escasa mayoría es tal, que una propuesta de reflexión y debate se considera una insurrección: a cualquier que cuestione la política del gobierno de May sobre el Brexit, se le describe como un enemigo del pueblo.

Theresa May, que en la campaña del referéndum defendió la «permanencia», ahora considera el resultado del referéndum como un mandato abierto: esto es, no sólo hay que salir, sino que ella decide cómo. Ya no es una cuestión de si la salida es dura o es blanda, lo que realmente está planteando es un «Brexit a cualquier precio». ¿Es eso lo que realmente quieren y votaron los británicos?

Estoy convencido de que no es así, pero la señora May, aprovechándose de la debilidad del laborismo, ganada con esfuerzo por Jeremy Corbyn, ha decidido convocar elecciones para el próximo 8 de junio, con la clara intención de -tras un triunfo abrumador- hacer lo que le venga en gana con el Brexit, de una forma supuestamente más legítima. En unas elecciones generales no es serio intentar decidir una cuestión como ésta, que seguirá quedando abierta.

En cualquier caso, lo que a mí me preocupa no es tanto lo que hagan los británicos, sino cómo lo harán los negociadores de la UE. La salida del Reino Unido debilita la Unión, sin duda, pero debilita mucho más a quien pretende marcharse y, por tanto, no hay que hacer concesión alguna que ponga en riesgo nuestros principios. Pero no hacer concesiones que pongan en peligro el proyecto común, no significa infringirles un castigo. Hay muchos lazos comunes, simplemente hay que ser muy pragmáticos.

El Brexit también es una ventana de oportunidades para Europa. En mi opinión, los británicos, al entrar en el proyecto europeo, nunca pensaron en reforzarlo, sino en detener lo más posible su construcción, para debilitar los esfuerzos de integración. Si salen será más fácil avanzar.

La posición negociadora del Reino Unido es muy frágil, siempre que la UE27 se mantenga en la posición de resolver primero la salida, sin negociar en paralelo un nuevo acuerdo comercial, que tampoco será fácil alcanzar, no sólo por el establecimiento de aranceles, sino fundamentalmente por los controles fronterizos. Dado que uno de los pilares del Brexit, implicaba recuperar soberanía jurídica, resulta evidente que cuanto menos extenso sea el cuerpo jurídico común, menor será el nivel de integración económica. Los británicos parecen haber olvidado que ya no pueden tener una soberanía total sobre los términos del comercio con el resto del mundo, porque hace mucho que no dominan los mares y porque su economía, hoy, es tan sólo el 15 por ciento del PIB total de la Unión Europea.

La cuestión, entonces, es, ¿cuándo se den cuenta del inmenso coste que les supondrá la salida, tendrán derecho democrático a cambiar de opinión? Creo que, a pesar de las inminentes elecciones, todavía no se ha dicho la última palabra sobre este asunto.