Decía Winston Churchill que “hay una cantidad terrible de mentiras sobre el mundo, y lo peor es que la mitad de ellas son verdad”.

Vivimos en una comunidad turística (eso es verdad), los visitantes que atiborran nuestras playas, carreteras, restaurantes y costas son la mayor fuente de ingresos (eso es verdad, aunque los museos están vacíos), pero también es verdad que no cobra lo mismo un hotel de idéntica categoría en quinta línea que uno en primera, aún no siendo propietario ni de la playa, ni de la costa, ni de la vista al mar, ni naa de naaa. Beneficios privados de bienes públicos.

Este año pospandémico, uno de los temas clásicos de conversación, polémica y confrontación ha sido la “sensación” de saturación turística. Pongo entrecomillado lo de sensación porque no alcanzo a imaginar lo que tiene que ocurrir para cambiar “sensación” por “constatación”. Cuando era un joven rousseauniano, allá por el milenio pasado, contemplaba embobado los atascos que fin de semana sí y fin de semana también, se formaban en la entrada de las grandes ciudades (sensación/constatación que pude corroborar cuando cursé mis estudios universitarios en Barcelona incluyendo algún año en la ciudad de la luz) y sonreía para mí mismo pensando que eso no ocurriría jamás en mi idolatrada ciudad natal. Y no solo es que ocurra, sino que además somos (probablemente) una de las pocas ciudades del mundo que está embotellada de salida.

Yo que he tenido la oportunidad de viajar por los cinco continentes (ya sé que ahora son 7, pero no soporto el frío glacial) y navegar por los siete mares, siempre he tratado de comportarme como un visitante respetuoso, ávido por conocer las costumbres y maravillas locales, huyendo de lo trivial, globalizado y evitando como alma que lleva el diablo todo aquello que oliera lo más mínimo a local para turistas, visita étnico/típica para turistas o tour con vistas. Se ve que el haber nacido en una comunidad que inventó y popularizó el turismo de masas me ha hecho de una pasta especial. Pero hete aquí (siempre había querido incluir “hete” en algún texto), que podemos encontrar en las calles más céntricas y populares de nuestra capital a sudorosos visitantes que pasean sus carnes flácidas sin camisa como si estuvieran a punto de darse un chapuzón en la Playa de Palma, Peguera, Garden City o (Dios no lo permita) en la plaza de las Tortugas. Hemos acuñado términos como balearización y topónimos como Magaluf y abren los telediarios de medio mundo para referirse al desfase etílico/sexual sea cual sea la latitud en que se produzca. Y lo que es todavía más importante, quien viene a Magaluf de vacaciones lo hace para proporcionarse ingentes dosis de violencia, sexo y alcohol y no necesariamente por ese orden.

Llevamos años oyendo que se están dando grandes pasos para eliminar el turismo de borrachera (como decía Joseph Goebels, “una mentira repetida mil veces se convierte en realidad”), el modelo de “sol y playa” se está agotando, hay que buscar alternativas de turismo sostenible (cuando todos sabemos que turismo y sostenibilidad son términos antagónicos). Yo de momento me conformaría con deportar de manera fulminante a los que pasean sin camiseta por las ciudades, a los extranjeros que se comportan al volante como si los residentes fuéramos una tribu indígena molesta y sin derechos, a todos aquellos que siendo huéspedes se comportan como hooligans soberbios y maleducados, que no respetan lo más mínimo a los anfitriones que los reciben y además exigen que se les hable en su bárbara lengua, se apliquen sus incomprensibles costumbres y que doblemos la cerviz como si fuéramos una colonia británica en la era victoriana. Si has venido a vivir entre nosotros, mimetízate, intégrate, respeta, aprende, contribuye y sé uno más entre los nuestros. Compórtate educadamente y te corresponderemos como te mereces.

Tras esta temporada turística (una de las mejores de la historia según uno de los mayores hoteleros del mundo mundial), ya empiezan a oírse voces (abonando el terreno, como han hecho siempre), anunciando todo tipo de cataclismos y desgracias para la temporada venidera mientras ojean ávidos el último modelo de SUV o una nueva embarcación con una eslora digna del desembarco de Normandía, olvidando el principio básico (y sostenible) de Epícteto de que “la auténtica riqueza no consiste en tener grandes posesiones, sino en tener pocas necesidades”.

Un amigo me comentaba el otro día que un conocido había acudido desesperado al pediatra porque su hijo no dejaba de llorar. ¡¡¡Alégrese!!! le anunció el galeno. Su hijo ha nacido para ser hotelero.

Los datos no mienten, las sensaciones sí. En la saturación, el agobio, la masificación hay que saber leer los datos, analizar las tendencias y saber leer entre líneas. Morir es inevitable, pero morir de éxito es ser soberanamente estúpido y que la vida te vaya sobre ruedas, no siempre significa lo mismo y si no que se lo pregunten a mi muy estimado Pep Martorell, cuya vida lamentablemente va sobre ruedas aunque su pensamiento siempre vuela muy muy alto.

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