Hace unos días, leí un curioso e interesantísimo artículo sobre “El extraño caso de los dientes de Alana Haim”. Trataba básicamente de cómo una actriz de unos 30 años que había protagonizado una película de éxito “Licorice Pizza”, una cinta-memoir de Paul Thomas Anderson y que aguardaba emocionada una nueva carrera profesional, trufada de llamadas, proyectos interesantes, fiestas de postín, alfombras rojas y limusinas extravagantes, tenía el buzón lleno de propuestas de dentistas y ortodoncistas que se ofrecían a corregirle la desigualdad de sus incisivos y a recolocarle un diente que estaba levemente montado sobre otro. “Pero si yo estoy súper orgullosísima de mis dientes y de mi sonrisa y lo único que me ofrecen es que renuncie a mi personalidad para ser una más del rebaño”, se lamentaba la protagonista de nuestra historia.

Esta anécdota me trasladó primero a mis días universitarios, cuando entre asignatura y asignatura, fiesta y fiesta y noches durmiendo y sin dormir devoraba los libros de Boris Vian en los que en un mundo de mujeres perfectas, las que eran gordas, feas, minusválidas… Eran las más deseadas (el valor de lo escaso y lo diferente). O cuando más recientemente, en la apasionante Don’t look up, me producía un repelús irrefrenable la visión de las blanquísimas e irreales dentaduras perfectas de Cate Blanchet y su compañero en el noticiero de la televisión, igual al que me produce Cristiano Ronaldo y otros seres indescriptibles que pululan por la Instagram. Hay también un imperdible episodio de la antediluviana serie Friends en la que Ross Geller se blanquea la dentadura y fosforece en la oscuridad.

No entiendo este afán homogeneizador que anula la personalidad que solo las pequeñas imperfecciones suelen aportar. Quién puede olvidar la diastema (separación excesiva de los incisivos) de Laureen Hutton o el icónico lunar de Cindy Crawford, qué si no hubiera existido, alguien debería haberlo inventado. E incluso el apéndice nasal de Adrian Brody o el peinado imposible de Cillian Murphy, el puto amo de los Peaky Blinders. Todos se distinguen por apartarse de la norma.

La cultura de rebaño (no la inmunización), la imitación y la emulación, el deseo de aprobación y pertenencia son valores de una época felizmente superada. En el Barroco de Rubens estar entrada en carnes era el canon de la belleza comúnmente aceptado (un valor que garantizaba la máxima eficiencia en el aspecto reproductivo), hoy en día estar entrada en carnes es a menudo síntoma de una mala alimentación y un elevado consumo de productos ultraprocesados (las dentaduras perfectas son también productos ultraprocesados). Hasta mediados del s. XX disfrutar de una tez blanca era símbolo de pertenencia a las clases acomodadas ya que implicaba una nula exposición al sol durante las jornadas laborales. Con la masiva incorporación de las mujeres al mercado laboral en las grandes ciudades, estar morena significaba no solo disponer de tiempo libre para exponerse al sol, sino también de los recursos necesarios para costearse esos viajes.

Detesto sobre todas las cosas esa exagerada tendencia hacia la homogeneización en la que el único y final objetivo parece ser convertirse en un extra orweliano sin personalidad. Cuento muy a menudo (y eso que estoy empezando a repetirme con frecuencia) la curiosa historia de Trinaranjus. No recuerdo bien los detalles y los porcentajes, porque se trató de una clase magistral que Lluís Bassat, grande entre los grandes en el sector de la publicidad, nos impartió en mis tiempos universitarios y dice más o menos lo siguiente: en el mercado de los refrescos de naranja, los productos sin burbujas (Trina) solo tienen el 12% de cuota de mercado (pero nadie compite con ellos). Del 88% restante, solo Fanta tiene una cuota ligeramente mayor en el sector de los refrescos de naranja con burbujas, pero miles de competidores luchan con ellos a cara de perro. Evidentemente, la posición de Trina es más cómoda, sólida y solvente que la de cualquiera de sus competidores. Fanta incluido.

En el sector del Marketing Digital orientado a resultados ocurre exactamente lo mismo. Ya no nos dirigimos a audiencias amplísimas que creemos uniformes y carentes de personalidad. Muy al contrario, analizamos, medimos, segmentamos al máximo las audiencias, ajustamos al milímetro nuestros mensajes para persuadir, para convencer… sin necesidad de atosigar. Maximizamos el retorno a las inversiones minimizando hasta niveles de física cuántica los recursos necesarios para lograrlo. ¿Y cómo hay que hacerlo para conseguirlo?. Estudiando cada caso, analizando y midiendo resultados, monitorizando permanentemente la actividad de nuestras inversiones y aplicando a rajatabla los Core Vitals recomendados por Google (como se monitorizan en las UCIS las constantes vitales de los ingresados) y sobre todo no perdiendo de vista la diastema de Laureen, el lunar de Cindy, la napia de Adrian o el peinado imposible de Cillian. Profundizando en lo que les hace distintos, maravillosos, icónicos y eternos.

Si quieres saber más sobre Marketing Digital Orientado a Resultados y no quieres que tus esfuerzos desaparezcan como lágrimas bajo la lluvia (dedicado a Noa Bellstedt), no dejes nunca de curiosear, de aprender, de cuestionártelo todo y recuerda que solo los más sabios están plagados de dudas.

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