En los últimos años, y a pesar de los altibajos deportivos, los mallorquinistas nos hemos habituado a la calma institucional y a la gestión discreta de la entidad deportiva más conocida y representativa de las islas. En 2021 un grupo heterogéneo de americanos decidió invertir en una SAD en decadencia y prácticamente en bancarrota. En aquellos momentos, nada permitía intuir que nos encontrábamos ante el inicio del lustro más agitado deportivamente de la historia reciente del club.

Sin embargo, y a pesar del escepticismo de la hinchada fruto de los antecedentes del Málaga, Valencia o Almería, desde su caída a 2B, el club y el equipo no han parado de crecer y evolucionar hasta contar, a fecha de hoy, con la plantilla más competitiva que recordamos desde hace demasiado tiempo; tal es así, que tras un inicio prometedor y a pesar del inexplicable apagón del Bernabéu, el equipo, con luces y sombras, compite con holgura frente a los grandes, a pesar de que algunos cortocircuitos repentinos, le han privado de victorias aparentemente consolidadas. Pero, como dicen: fútbol es fútbol.

A estas alturas, a nadie se le escapa que el football es ya más un negocio puro que un simple deporte. Las guerras abiertas entre la FIFA y la UEFA y, entre éstas y las Ligas Profesionales y, éstas con las Federaciones nacionales y de los Clubes entre sí, denotan que hablamos de un ecosistema ultra profesionalizado y altamente competitivo, donde impera el principio antropológico “matar o morir”. En este espacio de guerra permanente los pequeños clubes como el nuestro, se ven obligados a sobrevivir en una cadena trófica dominada por las altas esferas institucionales y los clubes estado, capaces de transformar el origen, el concepto y la historia del fútbol mundial en su propio, exclusivo y excluyente beneficio.

Resulta complejo explicar a un niño que el deporte del balompié es una competición sana y justa, cuando el sueldo de una sola mega estrella como Messi es netamente superior al presupuesto total de su amado equipo. Ante esta realidad incuestionable, los equipos tratan de apuntalar su resiliencia en los denominados negocios atípicos como son el nuevo Centro Multiusos del Bernabéu o el Espai Blaugrana. Sin embargo, esta vía de progreso está aparentemente vetada para una entidad como el Mallorca, que no es titular ni del Estadio ni de la Ciudad deportiva, y parece estar lejos de alcanzar acuerdos institucionales con las Administraciones locales competentes para su potencial desarrollo conjunto.

Ante este desolador panorama, el club bermellón encontró su baluarte y dique de contención en una propiedad estable, profesional y plagada de ex deportistas capaces de mantener una estrategia a medio plazo para el saneamiento y la proyección definitiva de la entidad. Fruto de su constancia y esfuerzo, recientemente se lograron los dos principales objetivos: recuperar la máxima categoría y equilibrar los balances, a pesar de los casi 8 millones de desviación negativa por causa de la COVID.

Lamentablemente, todo este crecimiento y armonía institucional se ven ahora en entredicho por cuestiones personales de uno de los máximos referentes del proyecto. No debería ser así. El Mallorca tiene vida y personalidad propia, más allá, mucho más allá de los miles de personas dirigentes, jugadores, entrenadores o aficionados que han formado parte de un club centenario.

Es hora de demostrar que el futuro del RCD Mallorca no depende solamente de unos pocos, sino que sus pilares y sus estiletes han sido, son y serán siempre de toda su masa social.

Mañana toca demostrar en las gradas que, pase lo que pase, sin duda alguna, el Mallorca es y será siempre más que Club.