El Mallorca de Javier Aguirre, cómodamente instalado en la clasificación, se ha ganado unas merecidas vacaciones y no vuelve a la competición oficial hasta el 21 de diciembre, con la segunda eliminatoria de la Copa del Rey. Es hora de hablar del Mundial de Catar, país de apenas tres millones de habitantes y sorprendentemente organizador del mayor evento deportivo del planeta, con permiso de los Juegos Olímpicos.
Ni tan siquiera el hecho de que este país arábigo
albergue otros acontecimientos deportivos como el torneo de tenis de Doha o el Mundial de Motociclismo y de Fórmula Uno, entre otros, no es contradictorio con la crítica a que el Mundial de fútbol se celebre en este emirato absolutista, en donde no hay el más mínimo respeto a los derechos humanos. Catar, un país con una nula tradición futbolística, será el centro de atención mundial durante un mes, con todo lo que ello significa.
Por si no hubiera suficiente ruido,
al embajador del Mundial, un tal Khalid Salman, no se le ha ocurrido más brillante idea que calificar la homosexualidad de «daño mental» en una entrevista con la Televisión Pública Alemana. No contento con eso, añadió: «Durante el Mundial pasarán muchas cosas en el país. Hablemos de los homosexuales. Todo el mundo aceptará que vengan. Pero tendrán que someterse a nuestras reglas», señaló antes de que fuera interrumpido por representantes del comité organizador, que vieron que el embajador tiraba más leña al fuego. La homosexualidad es ilegal en Catar y la Sharia dicta que es incluso penalizable con la muerte. En país tan civilizado se disputará este Mundial, el de la vergüenza.
Trabajadores migrantes han perdido la vida por 220 euros al mes mientras la FIFA y las empresas constructoras ganan cantidades obscenas de dinero
La construcción de los estadios
tampoco ha escapado a la polémica ya que el Gobierno catarí ha utilizado mano de obra barata procedente de países como Bangladesh, India o Nepal, entre otros, obligada a realizar jornadas de trabajo maratonianas y con escasa seguridad. Agnès Callamard, secretaria general de Amnistía Internacional, reclamó el jueves a la FIFA, en un artículo en El País, que se responsabilice por los abusos sufridos por trabajadores migrantes. Y denuncia el escalofriante caso de Tul Bahadur Gharti, nepalí de 34 años que murió después de estar más de diez horas a 39 grados -en verano se ha llegado a alcanzar los 50 grados- trabajando en un estadio. Su mujer no ha recibido ninguna explicación ni, por supuesto, ninguna compensación. Todo por 220 euros al mes mientras la FIFA y las empresas constructoras no paran de ganar cantidades obscenas de dinero. En un ejercicio de cinismo sin parangón, la FIFA ha admitido tres muertes, tres, en la construcción de los recintos deportivos. Pero una investigación de The Guardian le desmiente de forma categórica y eleva la cifra a 6.700 entre 2010 y 2020, una cantidad que podría ser más elevada.
¿Y qué dicen los futbolistas?
Poca cosa, la verdad. Algunos capitanes de selecciones -España no está entre ellos- han mostrado su intención de lucir en sus brazaletes los colores de la bandera arcoíris a modo de apoyo a la causa LGTBI. Todo quedará en nada. El negocio por encima de todo.