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Italia

El Vaticano del ciclismo

La iglesia de la Madonna del Ghisallo, patrona de los corredores, se ha transformado en el museo más importante de este deporte

Interior de la Iglesia de la Madonna del Ghisallo.

Situada a una altura de 754 metros, en la localidad de Magrelio, a unos treinta kilómetros de Como, la iglesia no tiene nada de particular, ninguna característica que la diferencia en exceso de los cientos de pequeños templos que salpican cualquier región italiana. Fue levantada al final de una exigente ascensión de cerca de ocho kilómetros, lo que le permite disfrutar de una buena panorámica del Lago de Como.

La leyenda local cuenta que el Conde Ghisallo, para escapar de un grupo de bandoleros que le perseguían mientras cruzaba esa pequeña montaña, se refugió en una pequeña capilla que encontró por el camino e hizo la promesa a la Virgen de que si salía entero de aquel trance le dedicaría un santuario. Pasó la noche rezando y al día siguiente no encontró rastro de los salteadores de caminos. El conde cumplió su promesa y sufragó la construcción de una pequeña iglesia en honor de la Madonna del Ghisallo que, en sus orígenes, se convirtió en una especie de protectora de los viajeros locales. A ella acudían quienes deseaban tener suerte en el camino, disfrutar de buen tiempo y evitar incómodos contratiempos.

No pasaba de ser una iglesia convencional hasta que el ciclismo se cruzó en su camino. Sucedió en 1905 cuando el Giro de Lombardía, en la primera edición que empezaba y acababa en Milán, incluyó el paso por el Ghisallo. Una ascensión ya complicada por su pendiente y que el camino de tierra que había entonces para llegar a ella convertía en una tortura. Para los corredores la visión de la iglesia y de su emblemático campanario medieval anunciaba el fin del tormento y eso comenzó a generar una relación especial entre ellos y el pequeño santuario. El vínculo entre el ciclismo y el templo se fue intensificando con el paso de los años ya que el Ghisallo comenzó a figurar siempre en el trayecto del Giro de Lombardía y en varias ocasiones el Giro de Italia también incluyó la ascensión en su recorrido. Además, eran muchos los corredores de la zona, los más devotos sobre todo, que aprovechaban sus entrenamientos por aquel puerto para dedicar unos minutos a la oración y pedir los favores de la virgen.

La historia seguramente no habría ido a más si no se hubiese producido la mediación del Papa Pío XII y el empeño de un párroco a mediados de los años cuarenta. El Vaticano, siempre atento a los nuevos nichos de mercado, era consciente de que el ciclismo se había convertido en una religión pagana en Italia y que los feligreses sentían por las grandes leyendas de las dos ruedas la misma veneración que por sus santos. “Y a nosotros, además, nos pueden tocar” decía con cierta gracia el socarrón Fausto Coppi. Eran los tiempos en los que ni los grandes futbolistas eran capaces de igualar la fama de sus ciclistas.

Instigado por Ermelindo Vigano, el párroco local y apasionado seguidor del ciclismo, en 1949 Pío XII nombró a la virgen patrona de los ciclistas italianos. El pontífice aún recordaba la conversación que había mantenido un año antes con Gino Bartali en la que le preguntó cómo había hecho para dar un vuelco a la clasificación del Tour de Francia para conseguir una asombrosa victoria. El veterano Bartali le dijo que había pedido ayuda a la virgen y que ésta había acudido en su ayuda. Pío XII no tuvo ninguna duda en acceder a la petición de Vigano cuando le solicitó que convirtiese a la Madonna del Ghisallo en patrona de los ciclistas. Para la iglesia no era mal negocio atribuirse parte de la responsabilidad en las victorias que conseguían sus ciclistas y que despertaban un fervor popular nunca antes visto.

Para conmemorarlo se organizó una marcha desde Roma en la que los grandes ciclistas italianos y numerosos aficionados llevarían el fuego consagrado por Pío XII hasta la iglesia. El día que les despidió en Roma para iniciar el viaje el Papa les dijo “os pasaréis de mano en mano la lámpara encendida, y durante todo el recorrido encenderéis con su mística llama otras llamas de fe y de amor, que llevarán a muchos lugares distintos la misma luz y el mismo calor, mientras vosotros, continuando vuestra carrera, no os detendréis hasta llegar a los pies de la Madre de Dios y Madre vuestra, quien os conducirá hasta el Corazón de Jesús”.

Entre los relevistas estaban muchos corredores anónimos, pero también Girardengo, Fiorenzo Magni o Alfredo Binda, el primer gran corredor que había tenido Italia. Los dos últimos en portar la antorcha fueron Fausto Coppi y Gino Bartali, en pleno fragor de aquella rivalidad que paralizaba Italia. En esto no influyeron sentimientos personales. Tomó parte en el ritual alguien profundamente agnóstico como Coppi y el beato y piadoso Bartali, hombre de misa diaria. Nadie estaba dispuesto a renunciar en ese momento a los favores de la patrona, tampoco Coppi.

Desde aquel momento la iglesia de la Madonna del Ghisallo se convirtió en un lugar sagrado para los ciclistas del país. Y comenzó a convertirse en una pequeña tradición visitar el santuario para dar las gracias por un triunfo y hacer pequeñas ofrendas. Gino Bartali fue quien comenzó con esa tradición que ha terminado por convertir la iglesia en posiblemente el mejor museo de ciclismo que existe en el mundo por el valor de sus piezas. Ermelindo Vigano, el párroco, fue acondicionando el limitado espacio para dar cabida a maillots, gorras, banderines bicicletas y cualquier objeto que los corredores quisiesen donar. Allí las bicicletas de Coppi, de Bartali, de Merckx, de Moser, de Indurain rodean la imagen de la virgen y el fuego –que siempre permanece encendido–, y que en 1949 Pío XII les entregó para ser depositado en la iglesia. Con el paso de los años el templo también entregó su espacio a una especie de pelotón fúnebre, el de aquellos que perdieron la vida disfrutando de su pasión por la bicicleta. “Cayeron en el camino persiguiendo sueños de gloria que alcanzaron en la luz del sacrificio de sus jóvenes existencias” se puede leer en una de las paredes. Y allí están las fotos de muchos de ellos. Los hermanos de Coppi y Bartali –hasta en esa tragedia fueron de la mano– comparten espacio con jóvenes ciclistas desconocidos a los que la desgracia estaba esperando en una carretera cualquiera. Una de las imágenes más simbólicas es la de Fabio Casartelli, vecino de la zona, que perdió la vida en el Tour de 1995. La bicicleta del accidente, convertida en un amasijo de hierros, también descansa en la iglesia que tantas veces visitó desde su Como natal.

No es de extrañar que la Madonna del Ghisallo se haya convertido en un lugar sagrado para los aficionados al ciclismo que sueñan con estar algún día en aquel museo único. Con el paso de los años y la insistencia de Vigano, que se mantuvo como párroco más de cuarenta años y cuyo cuerpo descansa precisamente en el interior de la iglesia, se incluyeron en la entrada los bustos de Coppi y Bartali, se levantó un monumento al ciclismo y se instaló en un edificio próximo un moderno museo para dar cabida a todos los objetos que ya no tienen sitio en la iglesia, reservada ya para aquellas piezas de un contenido histórico especial. Ayer domingo la Madonna del Ghisallo vivió su día grande, aquel en el que el pelotón volvió a visitarla y con ellos miles de aficionados que como siempre se habrán detenido a leer la inscripción del monumento que explica muy bien en qué consiste esa pasión: “Entonces Dios creó la bicicleta, para que el hombre la hiciese instrumento de fatiga y exaltación en el arduo camino de la vida, en esta colina que se ha convertido en monumento a la épica deportiva de nuestra gente, que siempre ha sido agria en la virtud y dulce en el sacrificio”.

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