Ahora que el fútbol se juega sin público, que es tan difícil distinguir una jornada de otra como diferenciar dos gotas de agua o dos canciones de Fito & Fitipaldis, que los aficionados sabemos más cosas de Tebas y Rubiales que de Vallejo o Foulquier y que futbolistas como Messi se pueden permitir el lujo de estar (y parecer) “tristes”, puede que haya llegado el momento de poner fin a costumbres que parecían inamovibles. Por ejemplo, las ruedas de prensa de los entrenadores después de los partidos.

No entiendo por qué tantos entrenadores se presentan en una rueda de prensa con los mismos gestos de displicencia, hartazgo, superioridad, cansancio o mal humor que mostraría el señor Burns en una reunión sindical en la central nuclear de Springfield. No digo todos, pero sí muchos entrenadores parecen creer que son una especie de casta sacerdotal del fútbol a la que los aficionados, y por supuesto los periodistas, no deberían pedir cuentas ni explicaciones. ¿Por qué no cambiar una rueda de prensa de Mourinho por una rueda de prensa de Maldini? ¿Por qué no preguntar a los comentaristas, en vez de perder el tiempo intentando que los entrenadores expliquen sus tácticas tantas veces incomprensibles? Los entrenadores, por decirlo así, viven en templos egipcios, mientras que los comentaristas ven el fútbol desde un templo griego.

Los muros de un templo egipcio definían el área sagrada, pero también servían para mantener a raya el caos externo. En el antiguo Egipto, el pueblo no tenía la obligación de participar en ritos religiosos ni de sancionar actos civiles, como el matrimonio, con un acto religioso, lo que no quiere decir que los egipcios no pudieran dirigirse a los templos como agradecimiento o para pedir algo, pero siempre en el exterior porque tenían prohibida la entrada. Los secretos y el conocimiento de los asuntos de los dioses estaban reservados a unos pocos, porque un secreto pierde toda su fuerza cuando es divulgado. Thomas Cahill escribe en su sugerente ensayo “Navegando por el mar de vino” que los templos egipcios, con sus aplastantes muros e impasibles divinidades animales que servían como guardianes de piedra, parecían haber sido impuestos desde las alturas, y que parecen vociferar: “¡Inclínate y no traspases!”. Los templos griegos, en cambio, parecían surgir del paisaje mismo, mientras que las columnas que los rodeaban servían, en su despejada amplitud, como una invitación a subir los escalones y entrar en el recinto. La escala humana y armonía de los griegos frente a la aplastante presencia de los dioses en los templos egipcios. Los entrenadores de la escuela de Mourinho son sacerdotes de un templo egipcio, mientras que comentaristas como Maldini o el inolvidable Michael Robinson nos saludan desde un templo griego.

Entrenadores y comentaristas saben mucho de fútbol. ¿Por qué hay que inclinarse ante un entrenador, mientras que los comentaristas nos invitan a subir los escalones del templo del fútbol? Mourinho y compañía deberían aprender las lecciones de la historia y entender que la prueba de que los dioses de Egipto ya no son lo que eran es que los turistas nos paseamos en pantalón corto por las ruinas de los templos y hacemos miles de fotos de los lugares sagrados sin que ocurra nada grave, salvo alguna que otra insolación o quemadura. Los dioses egipcios han comprendido que los fieles (y los turistas lo son en alguna medida) necesitan y merecen acceder al interior de los templos, aunque ahora estén en ruinas. En Karnak, los restos del templo de Amón asombraron tanto a los soldados de Napoleón que, espontáneamente, se pusieron a aplaudir al verlos por primera vez. ¿Y a qué dios no le gusta ser aplaudido? Una de dos, o los entrenadores cambian los templos egipcios por los griegos, o permiten que los aficionados paseemos en pantalón corto por las ruinas de un partido de fútbol sin que los dioses nos fulminen con la mirada.