Arturito Pomar (Palma, 1931-PalmaBarcelona, 2016tenía solo tres años cuando posó su mirada sobre el tablero de ajedrez para ver a su padre y a su tío mover las piezas blancas y negras. Los adultos le daban ventaja, pero no tardarían mucho en ver cómo el niño empataba o ganaba, para entonces no había cumplido todavía los seis. Un año más tarde se impone en un torneo local de Palma; está a punto de convertirse en un niño prodigio: "el mito artúrico de posguerra", como ha escrito el periodista Paco Cerdà en El peón, un libro que acaba de publicar la editorial Pepitas, donde la figura del ajedrez, que jamás llegó a llamarse realmente Arturo es uno de los dos hilos conductores de una crónica que abarca algunos de los sucesos de 1962 a través de los 77 movimientos de la histórica partida que lo enfrentó a Bobby Fischer -el segundo de los hilos conductores- el invierno de aquel año en Estocolmo. Pomar tenía cinco años, en 1936, al inicio de la Guerra Civil, y con doce hacía tablas en una partida de tres días contra el entonces campeón del mundo de ajedrez, Alexander Alekhine.

Cuando murió en 2016, Arturo seguía siendo Arturito en la memoria popular de los españoles. Algunos le han dado vueltas al hecho de por qué nunca en realidad fue Arturo. En primer lugar fue una excepcionalidad infantil en un deporte excepcional, un talento precoz en un juego de adultos que el franquismo supo utilizar para promocionar una imagen distinta de la Dictadura. Como se vio después, las celebridades infantiles solo se reclutaban en el mundo de la farándula: Pablito Calvo, Joselito. Cuando no se trataba de niños, el diminutivo contribuía a acercar las figuras relevante a los españoles: Paquito Fernández Ochoa, el campeón de esquí, por ejemplo. Con la excepción del propio Franco, que si en algunos círculos se le conoció por Franquito se debió a su corta estatura. Nadie pretendía de él cercanía.

Paradójicamente, el Régimen que se aprovechó de él se encargó, también, de que viviera abandonado, sin apoyo económico o deportivo alguno. Superando obstáculos burocráticos e institucionales, se midió a Fischer, mientras los jugadores soviéticos llamaban a Moscú para recopilar información sobre aquel desconocido y excelente ajedrecista español.

Las tablas de Estocolmo con el joven larguirucho de dieciocho años de Brooklyn, "arrogante, genial e impredecible", tan excéntrico como obsesivo, utilizando las palabras de Cerdà, fueron la obra maestra de Pomar.

Probablemente casi nadie se acuerde de ello, pero en aquel torneo internacional, paso previo al Campeonato del Mundo, el ajedrecista español, pequeño y calvo, era el único participante que concurrió solo, sin entrenador, con la única compañía de un libro que le había costado 15 pesetas.

Logró la gesta más grande de su carrera. En posición de equilibrio, pero con un peón de menos, Pomar ofreció tablas al ambicioso Fischer, que se levantó de la silla y vociferó que a él nadie se atrevía a pedírselas contando con la superioridad de un peón. Pero Arturito no se equivocaba y tras un agónico final llegó el empate. Se cuenta que Fischer, dolido por no haber podido derrotarle, comentó en tono despectivo: "Pobre cartero. Con lo bien que juega tendrá que volver a España a pegar sellos cuando acabe el torneo". Pomar, con 31 años, trabajaba de auxiliar en las oficinas de Correos de Ciempozuelos. Umbral, que más tarde lo recordó de unas partidas simultáneas de niño en Valladolid, escribiría: "Arturito Pomar era un pequeño grande de la tierra quemada de la España de posguerra".

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