No tengo ningún interés de que este ejercicio de redacción, que pretendo sea muy similar a los que me obligaban a hacer en el colegio de los Sagrados Corazones, del padre Damián, artífice de la película 'Molokai, la isla maldita' (de los leprosos), para que intentásemos escribir lo mejor posible, guste a todo el mundo. No siquiera es ese el encargo de mis jefes Ricard Cabot y Matías Vallés, no.

Como diría mi padre, "sobre todo, Emilio, trata de que en ese texto no haya ninguna mentira". Así que ahí vamos. Repito, me gustaría que el texto le encantase a Jorge Lorenzo. Me da igual que no le guste al resto de los humanos, incluido el entorno de ese campeón, que ha sabido y debido sobrevivir a todos ellos, a veces con temor. Y, cuando digo a todos ellos, digo a todos ellos. Y ustedes ya me entienden, que son mallorquines inteligentes.

Como muy bien explicó el propio Jorge Lorenzo el domingo, en sus inicios, muy inicios, cuando tenía 15 años y mi amigo Giampiero Sacchi le repitió algunas normas de educación que el niño, el chico, no traía bien aprendidas (memorizadas) de casa como, por ejemplo, "si no das los buenos días a todos los mecánicos cada vez que entres en el boxe para empezar un entrenamiento, lo siento, Giorgio, pero no te darán la moto", hay dos o tres Lorenzo en la misma persona.

El que empezó y quería demostrar, con la cresta y los desplantes de chulapo, que era un gran piloto y que a él deberían adelantarle "por fuera" si querían derrotarle; el que empezó a hacerse mayor con el paso de los años y acabó siendo pentacampeón del mundo y el que, según él mismo, muy pocos conocen y es el Lorenzo alegre, feliz, campechano, amigable, estupendo, de buen rollo y contento.

Yo, lo siento, me hubiese encantado conocer a este último. Tal vez, incluso, hubiera podido conseguir que me pagase un billete, como ha hecho (dicen) con dos o tres amigos del alma (si es que lo son de verdad, que tengo mis dudas) para que le acompañen a Bali de vacaciones, donde espera reencontrarse, tomar el sol ("es lo que más me encanta de esta vida") y reflexionar sobre lo que debe hacer los próximos, digo, 50 o 60 años, con una cuenta millonaria, muy millonaria, no me digan si en Palma, Barcelona, Andorra, Suiza o Bali. Repito, lo siento, pero de ese Lorenzo no les puedo hablar.

Les puedo hablar del pequeño porque Sacchi es uno de los mejores amigos que yo he hecho en esta vida y que mantengo, aunque él, desafortunadamente, ya ha abandonado el 'paddock' del Mundial. Y ese niño rebelde era todo un pilotazo, buenísimo (como lo fue, luego, el adulto Lorenzo Guerrero), pero, sí, era un chulo de cuidado. "Eran tiempos en los que", se atrevió a contar Lorenzo el domingo, en Cheste (Valencia), "seguramente me expresé de una forma un poco extrema para reflejar la idea de dureza que quería transmitir. Pero, con el paso del tiempo, la gente me ha conocido más y mejor, me ha cogido mucho cariño y eso lo he podido sentir este fin de semana en Valencia".

De aquel niño-joven les diré que, en efecto, era así. Y les diré que, por la gente que le rodeaba habitualmente, jamás aceptó consejo alguno. Esa chulería (o dureza, como él la llama), le hizo despreciar las buenas intenciones que, a lo largo de los 18 años que se pasó en el 'paddock', tenían todos aquellos que de forma desinteresada se acercaban a él, desde mecánicos hasta periodistas, pasando por organizadores o patrocinadores, compañeros de parrillas, amigos, qué se yo, para no endulzar su carácter sino para decirle que esa personalidad que se estaba forjando no era buena ni le reportaría beneficio alguno.

Repito porque lo he escrito en este maravilloso Diario de Mallorca en más de una ocasión: el Lorenzo que se va, el Lorenzo que vi feliz, feliz, feliz como una perdiz el domingo, el Lorenzo ¡lo juro! que llegó a asustarse, a sorprenderse, por el cariño y elogios que fue recogiendo a lo largo de todo el fin de semana en Cheste (¡tiene narices sorprenderte de que la gente te quiera! ¡menudo perro verde habrás sido para que te ocurra eso! ¿verdad?, con cariño lo digo, claro), ese Lorenzo, como dijo Alberto Puig, director deportivo de Honda, "tiene un corazón que no cabe en el estadio de Son Moix", pero se trata de un auténtico superviviente de todo lo que él ha escogido y, sobre todo, de la gente poco adecuada que le ha rodeado.

Lorenzo ama demasiado el dinero. Lorenzo se ama demasiado a sí mismo. Lorenzo ha vivido enfadado con el mundo los últimos 18 años de su vida. Lorenzo cree que nadie le puede dar un consejo (me temo que tiene a quién parecerse). Lorenzo, que se pasó los cuatro días de Cheste recibiendo abrazos ¡de corazón! por parte de los 2.000 habitantes habituales del 'paddock' de MotoGP, no se fía de la gente que le roza, que le abraza o que pretende mostrarle su cariño. Es más, Lorenzo se ha pasado la vida pensando que, si te acercabas a él, era porque algo querías conseguir de él. Y no era un abrazo, no. Vamos, que si le sonreías cuando te cruzabas con él por el 'paddock', algo le ibas a pedir.

Eso, lo sabemos usted y yo, no es bueno, pero lo ha ignorado siempre Jorge Lorenzo Guerrero, insisto, siempre de uñas con el mundo, alerta, temiendo que le quitasen algo de lo conquistado. Ninguno de los que le queremos (queríamos, porque me temo que ya no volveremos a verlo por los circuitos hasta que lo nombres Leyenda de MotoGP en el próximo GP de España, en Jerez) buscábamos nada más que la cordialidad, una buena relación, confianza y, a veces, como le dije en más de una ocasión, ofrecer diez líneas en un periódico "si eso te iba a ayudar a conseguir tus objetivos o un patrocinador más".

Si Lorenzo se ha ido a Bali y en la tumbona, tomando el sol, con un delicioso refresco ("los indonesios me adoran"), reflexiona sobre su sorpresa ante la buena acogida y despedida que le hemos dado entre los 2.000 habitantes habituales del 'paddock', deberá llegar a la conclusión, aunque le duela, aunque le duela mucho, muchísimo, que algo ha hecho mal, muy mal, pésimamente mal, para pensar eso y dudar tanto de todos nosotros.

¿Qué esperaba Lorenzo después de 18 años entre nosotros? ¿Qué esperaba Lorenzo después de vernos cientos de veces en cien rincones del mundo, alejados todos de los nuestros? ¿Qué esperaba que hiciéramos cuando se iba uno de los nuestros? ¿O Lorenzo no se consideraba uno de los nuestros? ¿Qué esperaba que ocurriese cuando se iba alguien que ha ganado cinco títulos, 68 grandes premios y se ha subido al podio en la mitad de las carreras que ha corrido: 152 'cajones' en 297 grandes premios? ¿Por qué Lorenzo creía que le íbamos a despreciar, a ningunear, a no abrazarle, a no desearle la mejor de las vidas y las suertes, a no rendirle homenaje cuando solo tiene por delante a Giacomo Agostini, Valentino Rossi, Ángel Nieto, Marc Márquez y Mike Hailwood? ¿Quiénes se ha pensado Lorenzo que somos? ¿Unos desalmados, unos rencorosos, unos revanchistas?

El problema, amigos, es que cuando uno no se fía de nadie porque jamás ha tenido un entorno sincero, franco, acogedor, cómplice, amigo, profesional, propio, el mismo que ha ayudado, por ejemplo, a Marc Márquez a convertirse, ahora ya sí, en el más grande de todos los tiempos, cree que todo el mundo quiere algo más de él que una sonrisa, una cervecita, una anécdota, una frase que le arregle la crónica o una declaración que convierta su comentario radiofónico en miles de oyentes.

El problema, amigos, es que Lorenzo ha estado pensando todos estos años que los 2.000 habitantes habituales del 'paddock' éramos como él. Y, no, no, nosotros, casi todos, sí nos fiamos unos de otros (casi por simple supervivencia pues vamos a Catar, Argentina, Estados Unidos, Tailandia, Japón, Malasia y Australia) y, básicamente, porque jamás pensamos que, cuando alguien se acerca a pedirnos qué ha declarado Marc Márquez, poseemos la exclusiva del mundo (cuando las declaraciones del campeón se han realizado delante de 60 periodistas) y pasamos de él, no vaya a ser su crónica más brillante que la mía.

Repito lo de siempre. Yo he querido muchísimo a Jorge Lorenzo Guerrero, pero él jamás se lo ha creído. Lorenzo ha tenido siempre, siempre, la actitud asustadiza, retraída, de ese precioso can, veloz, amable, campeón, al que no cesan de pegar y maltratar. Y, cuando tú te acercabas a él, él huía. Y así, hasta escaparse a Bali.

Pero, vuelvo a lo de siempre, tiene razón Puig: el corazón de Lorenzo es inmenso. Lástima que se haya dando cuenta tan tarde de que todo el mundo lo quería y admiraba. Se jubila uno de los más grandes, de los más inmensos, y él piensa que a nosotros, que disfrutamos y describimos sus gestas, nos da igual. Y eso duele, en serio.