Cuando el sábado llegaba por la Avenida Libertador, en pleno Núñez, uno de los barrios más distinguidos de Buenos Aires, ya se respiraba un aire lleno de zarpazos. En los alrededores de una de las catedrales del fútbol, el Monumental de River Plate, el clima estaba más que al dente, cerca de un punto de ebullición. El partido llegaba servido en un barril de pólvora. El capo de los tristemente célebres 'Borrachos del Tablón' sufrió un allanamiento policial la víspera y le fueron confiscados 160.000 dólares y 350 entradas.

En un fútbol secuestrado por los barras bravas -los hinchas más radicales-, siempre en connivencia con dirigentes y policía, siempre vinculados de manera obscena con el poder político, eso, seguro, no te saldrá gratis. Ya llevo las horas de vuelo suficientes sobre suelo argentino para saber que es una sociedad que no está preparada para dirimir en noventa minutos las picas de cien años de afrentas. El sueño eterno, la victoria. La pesadilla eterna, la derrota. "El que pierda se tiene que ir del país". El presidente Macri hablando de un perdedor marcado que sufrirá veinte años de condena antes de levantar cabeza. Así de serio es esto en Argentina.

El escenario se embravecía a medida que me acercaba al estadio y el zafio estereotipo que tanto daño le ha hecho al fútbol dijo presente con criminal soltura. Y todo fue un disparate absurdo. Nenes aterrados sin entender nada, padres tratando de protegerlos, estampidas, saqueos, cargas policiales. Una escenografía bélica de difícil comprension en España, por suerte. "Quince inadaptados destrozaron todo", repetían Angelici y Donofrio, presidentes de Boca y River. No, señores. No eran 15, eran muchos más y muy pasados de vueltas. Había pequeños comandos fabricando armas punzantes, afilando palos, desintegrando rocas para arrojar a las hileras de la poco intimidante Policía de la Ciudad. Grupos de sujetos que reunían todos los requisitos que pide el manual de tío chungo, hipervitaminados con fernet y demás sustancias.

En simultáneo llegaban las noticias de que el autobús que traía a los jugadores de Boca había sido salvajemente emboscado. En un país donde todos sospechan de todos, se solapaban las hipótesis sobre si la policía federal había liberado la zona, si era golpe de autoridad de la barra brava por lo confiscado en un aquí mando yo muy clarito, y hasta se hablaba de grupo organizado de hinchas de Boca boicoteando el partido por ese terror a la vida después de la derrota. El banquete que se daría Kafka con todo este aquelarre.

La tarde metió la directa y la zona para entrar en la tribuna Sívori se convirtió en un frenesí de sucesos. Todo lo que veía era caos. Diferentes núcleos de locura en el campo de batalla que se había convertido aquello. Los gases lacrimógenos y el humo de bengalas invadían el ambiente, las bombas de estruendo y sirenas de ambulancia, una constante. Las hordas de salvajes (delincuentes, no hinchas) eran ya ingobernables, no les importaba nada. Las bolas de goma silbaban cerquita, y en masa, los cobardes se agigantaban y echaban su mierda al bulto, volcaban sus miserias dañándolo todo, asaltando a quienes tenían entradas y robándoles, inclementes, el sueño de una vida, agrediendo así al más bello deporte que se desangra de una forma irreparable en un país que lo ama y lo maltrata como nadie, en una sociedad que vive subida al péndulo entre euforias y cataclismos.

En estos días me descubrí ilusionado (iluso) con la posibilidad de que Argentina, con una imagen cada vez más deteriorada en el exterior, con todas sus dificultades, se mostrase ante el mundo engalanada en sus mejores vestiduras; colorido único, papelitos en el aire, esa energía volcánica que se siente en cualquier campo, ese vínculo tan sincero hincha-club, valores del viejo fútbol que en Europa nos quedan ya lejos, enterrados por la fuerza del negocio. Uno siente algo aquí de ese fútbol ya lejano que nos hechizó para siempre.

Tampoco esperaba una organización suiza, con todo en su lugar. Sé lo que hay. Es la CONMEBOL, es la Copa Libertadores. Pero la rabia es inmensa. Rabia de ver cómo se desaprovecha la oportunidad de transmitirnos la pasión única con la que viven el fútbol y ver cómo lo han convertido en un escaparate de miseria. Con la Conmebol apretando para que se jugase mientras el capitán de Boca ingresaba en el hospital por las heridas sufridas. Porque los derechos audiovisuales se pagan, los operadores presionan y el show 'must go on'. Luego hablan de fútbol transparente y dan cátedra. La sociedad argentina está agotada, exhausta, rehén de un sistema podrido que da cobijo a lo más bajo de la sociedad, en un fútbol con tufo a oportunidad que es territorio fértil para que estas pirañas hagan sus 'business'. Creció el engendro y reventó el engranaje. Odio en la grada. En la calle. En el mítin y en los platós de tv. El radical no se alimenta solo.

Cuando llevaba dos horas rebotando entre un tupido cordón policial que impedía el acceso aunque tuvieses entrada, y la amenaza real de los pendencieros que esperaban batiendo mandíbulas cualquier oportunidad para hacer el mal, decidí plegar velas y tirar para casa, renunciando así al sueño de toda un vida. El fútbol argentino necesita cambiar su metabolismo urgente porque ya no le quedan demasiados escondites. La superfinal de todos los tiempos acabó sucumbiendo ante el enemigo eterno que Argentina nunca ha podido vencer.