Si juegan Rudy o Rafel Nadal, veo el partido. Si ninguno de ellos figura en la alineación, ni me molesto en enchufarme a la televisión. A partir de aquí se bifurcan las trayectorias. Como espectador, la única categoría en que me interesan los aburridos mitos del deporte, el tenista se ha vaciado en mi honor en cada retransmisión. Había finales en que me obligaba a gritarle, "guarda algunas carreras para los años próximos". Paradójicamente, el baloncestista se ha comportado a la mallorquina. Cuando basta, basta. Y desde esta aceptación fatalista, la Euroliga que justificaría diez carreras profesionales ni siquiera es la cumbre de la trayectoria del madridista.
Nunca he visto un partido de Rudy en que se entregara al cien por cien, siempre adoba la reticencia. En cambio, y hasta que perdió la pasión, era imposible contemplar un encuentro de Nadal por debajo de este exigente porcentaje. No hay asomo de crítica. Al contrario, me anima la ilusión de que Rudy replique a quienes hoy abrillantan su currículum con un prometedor "no lo habéis visto todo".
Si juega Rudy, sabes que la escena más estratosférica del partido le pertenece. En la final de la Euroliga, mató el rechazo del aro en un rebote salvaje de Mad Max, como si trabajara para youtube. Y en un guiño para los amantes del auténtico baloncesto, robó un balón décimas de segundo antes de que se produjera el pase. Solo ha existido un jugador que leyera los partidos con exactitud paralela, y se llamaba Michael Jordan. La diferencia radica en la fiereza.
El Madrid no hubiera ganado la final de la Euroliga sin Rudy, pero el mallorquín se negó a protagonizar el partido decisivo. Ejerce el absentismo omnipresente. Confieso que me enfurece que a ratos parezca más preocupado por su boda que por su gloria, pero es quien más nos ha dado y al que más seguiremos exigiendo. Si eres Dios, compórtate como Tal.
