En enero de 1996, Yago Lamela llegó a Iowa (EEUU) para estudiar Informática en su Universidad, becado por sus capacidades como atleta y emocionado por la aventura. Es el momento que ha elegido recordar el que llegaría a ser subcampeón del mundo en salto de longitud en 1999.

Antes de saltar en la conferencia de Nebraska (EE UU), un torneo de universidades, Yago Lamela, asturiano, 18 años, conseguía entre 7,50 y 7,70 metros al aire libre. Aquel día de mayo de 1996 se preveía que quedara tercero o cuarto, detrás de atletas negros, mayores y más grandes.

Yago estaba muy motivado porque era la segunda competición más importante del año, pero no se creía suficientemente hecho para lo que estaba a punto de lograr. Corrió hasta la tabla de batida y saltó. Cuando vio 8 metros en el marcador estalló de emoción. El equipo de atletismo de Iowa State University -los suyos- no lo podía creer.

Nunca se sabe lo que vas a saltar antes de hacerlo. Cuando meses antes había llegado a su casa en Avilés una carta desde Estados Unidos ofreciéndole una beca de estudios que cubría todos los gastos excepto el vuelo, Yago Lamela pensó que le gustaban la informática, saltar y la aventura, y que esta oportunidad le acercaría a una vida como la de su admirado Carl Lewis, cuya biografía acababa de leer.

A inicios de enero de 1996, después de 27 horas de vuelo desde Asturias con transbordos en Madrid, Nueva York y Chicago, llegó al aeropuerto de Des Moines (Iowa), donde le esperaban 20 grados bajo cero y un ex lanzador enorme, Ron Mc Eachran, también nervioso, porque se hacía responsable de un chico traído de otro país.

Ron, que sería su entrenador, subió a Yago a un 'pick up' de campesinos rudos. Iowa es un Estado de granjeros cristianos blancos, de maíz y manzanas. Lamela, derrengado por el viaje y el cambio horario, vio paisaje helado durante 40 minutos, habló unas frases de cortesía y oyó a los locutores de radio ametrallar en un inglés incomprensible.

Ron le llevó a casa del entrenador-jefe, donde le dieron ropa adecuada para el invierno continental del Medio Oeste -todo cubierto menos los ojos- y luego le dejó en una de esas viviendas de madera con doble puerta de entrada, dos plantas y enormes espacios, donde residía otro atleta. Con él pasó sus primeros días alejado de la familia en un tiempo en que aún no eran corrientes los teléfonos móviles.

Cuando empezó el curso ya estaba instalado en un colegio mayor dentro del campus y compartía habitación con un estadounidense que estudiaba una Ingeniería y nunca mostró que hiciera otra cosa.

Yago llevaba un buen nivel del Bachillerato español y un inglés de instituto reforzado por un curso para extranjeros, pero cuando le preguntaron lo más básico de Física contestó que no lo sabía por no tener que dar explicaciones en un idioma en el que no se sentía capaz de defenderse. Hasta que se adaptó, las clases le exigían tal concentración que a partir de la tercera hora le dolía la cabeza.

Para relacionarse le habría venido mejor dedicarse al baloncesto o al fútbol americano, porque el atletismo no añade gloria particular a la vida social universitaria. Quería hacer amigos estadounidenses, pero ellos ya tenían amigos estadounidenses. Al final, se trató con compañeros del equipo: un gallego, un turco que más tarde sería compañero de habitación y dos asiáticos. Con ellos descubrió que el humor tiene claves universales; con sus compañeros de estudios, la competitividad académica, y con el equipo de atletismo, el respeto casi militar a los entrenadores y una seriedad desproporcionada a su edad.

De la exigencia de la estructura deportiva -del entrenador-jefe de atletismo sobre el entrenador de saltos- supo en propia carne. Yago venía de entrenar una hora y media diaria en Oviedo y se encontró con jornadas de tres horas de porfía física. No le fue bien en el primer trimestre. Había llegado a Estados Unidos con ganas de lucir sus habilidades y estaba haciendo marcas peores que el curso anterior. Obedeció unas órdenes que le derrumbaron por sobreentrenamiento, un trabajo sin descanso que en lugar de fortalecer el cuerpo, lo debilita.

Cuando estudiaron el caso, escucharon al atleta y le adaptaron un entrenamiento más ligero, los resultados mejoraron hasta llegar al culmen de Nebraska.

En Estados Unidos saltó por primera vez mas allá de los 8 metros, mejoró en fuerza y se clasificó para la NCAA (el Campeonato universitario de Estados Unidos), donde, de 17 competidores, 16 eran afroamericanos mayores que él. También aprendió a cuidar de sí mismo siguiendo su criterio cuando comprobó que la exigencia de resultados en el equipo estaba por encima de las necesidades del atleta. Le impusieron que hiciera triple salto y se lesionó un tobillo. Le hicieron saltar lesionado y se dañó el otro. Le gustaba la carrera pero le quedaban dos años para acabarla y sentía que aquel trato al atleta le perjudicaba. En octubre de 1997 regresó a España y enseguida hubo noticias suyas.

Lamela, el mejor atleta asturiano de todos los tiempos y uno de los mejores del atletismo español, fue medalla de plata en los mundiales de pista cubierta de Maebashi (Japón) y al aire libre de Sevilla, ambos en 1999, con dos prodigiosos saltos de 8,56 y 8,40 metros, respectivamente, sólo superados por el cubano Iván Pedroso. Tuvo el récord continental en sala hasta marzo de 2009, cuando se lo arrebató el alemán Sebastian Bayer.