Las despedidas son tristes, pero no deberían serlo si uno se marcha con la convicción de haber cumplido sus objetivos y quienes le dicen adiós le tributan su agradecimiento.

El deporte balear en general y el tenis en particular deben su máximo reconocimiento a Carlos Moyá y no sólo por sus victorias, sus trofeos y sus éxitos, sino por haber abierto el camino de la competitividad a muchos deportistas que divisaban la élite más allá de un muy lejano horizonte.

De él se han dicho muchas cosas, entre ellas que de haberse cuidado más fisícamente habría llegado bastante más arriba. La realidad, aparte de los lógicos pecados de la juventud es que fue número uno del mundo, algo que ningún tenista español había sido antes, y se ha mantenido quince años en lo más alto. ¡Tres lustros sobre las pistas y menos mal que no se cuidaba!.

Desde un punto de vista puramente técnico ha sido un verdadero estilista. Hubo algún momento en que practicó, posiblemente, el mejor juego del circuito, por encima del exhibido por competidores más avezados y renombrados. Es más, seguramente perdió algún partido por poner más cabeza que corazón, por ser más purista que práctico.

Ahora que inscribe su nombre en la calle del adiós, no debemos llorar ni lamentar su partida. No le agasajemos porque se ha ido, como se hace en este país con los muertos. Simplemente gracias y mil gracias, Carlos, por lo que has hecho y lo que has sido.

No sabemos qué hará en el futuro, pero estaría bien que fuera capaz de mostrar, repartir e impartir su herencia entre los más jóvenes para que su carrera ejemplar tenga continuidad en otros.