Intermediar ahora entre el mallorquinismo y Manzano es tan delicado como discutir al arte del toreo sobre el ruedo, entre la res y el matador, o debatir las condiciones de un divorcio en presencia de Enrique VIII.

Sin embargo ya hemos dicho anteriormente que no estamos aquí para valorar su condición humana, su carácter o su personalidad, sino su trabajo.

En realidad la disputa extradeportiva que se ha planteado en estos momentos no tiene ningún sentido ni en la forma, mala para ambos litigantes, ni en el fondo por el errático planteamiento de la demanda.

El Mallorca le debe tanto a Manzano como el jienense al club. En boca de no pocos consejeros hemos escuchado todos estos años que era "el técnico ideal para un equipo de las características del nuestro". Y, con sus altibajos y su propuesta de fútbol más o menos discutible en función de los gustos de cada uno, los resultados le avalan por mucho que ahora, nunca a principio de cada temporada, digamos que siempre ha dispuesto de una gran plantilla.

Pero ese camino tiene vuelta y ha sido gracias a sus campañas en Palma y las condiciones en que ha trabajado, lo que le ha permitido superar el nivel de los estadios de cuyos banquillos ha sido inquilino, tanto el del Atlético como ahora el del Sevilla.

Su presencia al frente de los hispalenses no tendría mayor importancia que la de enfrentarse a cualquier otro profesional que haya desfilado antes por la Isla. El morbo viene impuesto a lomos de mutuas descalificaciones, filias y fobias.