La primera condición para ganar una final es haber accedido a ella. La segunda, pero a tan corta distancia que a menudo adelanta a la anterior, es tener confianza en ganarla. De nada le sirve al finalista llegar al choque decisivo, si se da por satisfecho con ese logro. Para Nadal, una final es siempre el principio. Juega cada partido como si lo tuviera todo por demostrar. Por eso arrasó con Wimbledon. Con un sólo átomo de conformismo en su cuerpo, se hubiera rendido al quinto set y hubiera esperado un año más. Ganó por cero a cero, de penalty.

La lluvia volvió a demostrar que Wimbledon sería deslumbrante, si no se disputase en Inglaterra. Las interrupciones mermaban al aspirante, que necesita un ritmo continuado para imponer su estilo, la técnica depurada de quien prefiere jugar como una bestia. Por fortuna, Federer no vive a Nadal como un rival, sino como una obsesión. El nuevo campeón sobre hierba -cientos de expertos habían jurado que esa contingencia jamás iba a producirse- ha sembrado de errores la cabeza del suizo. Si necesitan una prueba, el servicio inexpugnable del helvético sólo había sido vulnerado en dos ocasiones, durante los seis partidos precedentes. Pues bien, la final no había hecho sino comenzar, y su saque ya arrastraba déficit. Recuerden que en tenis no hay derrotas, sólo humillaciones. Esto no es fútbol, donde siempre tienes detrás a Senna para enmendar la inconsciencia de sus compañeros.

Concedamos una tregua a los expertos, porque parecía imposible que Nadal ganara Wimbledon -teniendo enfrente a Federer- con un primer servicio lo suficientemente rudimentario y desenfocado para que la red le denuncie por malos tratos. A cambio, es el mejor restador al otro lado de la pista, y no olviden el mazazo psicológico. Federer pierde y se pierde antes de que Nadal tenga tiempo de vencerle. Así ocurrió en el último juego de Wimbledon´08, y en tantas ocasiones precedentes. Dado que el tenis es un deporte extraño, el número dos machaca sistemáticamente al número uno, en 12 de 18 ocasiones, sin que se inmute el escalafón.

Nuestro único reproche a Nadal es que ha extirpado definitivamente el saque-volea del repertorio tenístico, un gesto similar a la supresión del delantero centro en fútbol o de las entradas a canasta en baloncesto. El primer intento del campeón de rematar un servicio propio desde la red se produjo cuando agonizaba el quinto set, cuando el partido había derivado en un ajedrez táctico, y cuando nos daba la impresión de que este fin de semana no habíamos hecho otra que mirar absortos la final de Wimbledon.

En aras de la eficiencia, sabemos que El próximo año, a la misma hora -interesante película de Robert Mulligan-, nos citaremos en Wimbledon para contemplar otro Nadal- Federer. Por qué no ahorrar los trámites de eliminación y decepción a decenas de tenistas subsidiarios. Bastaría montar una gira de los finalistas perpetuos por Roland Garros, Londres, Australia, Estados Unidos y resto de la galaxia.

Nadal tenía que ganar Wimbledon un año u otro, y es mejor que haya sido ahora, cuando puede encadenar triunfos y pulverizar las marcas de Borg. Ya es el mejor tenista español de todos los tiempos, y posiblemente el mejor deportista español de todos los tiempos a su edad. También se ha acreditado como el segundo mejor tenista del mundo de todos los tiempos, y sólo le falta convertirse en el mejor tenista del mundo de todos los tiempos, para luchar seguidamente por el título de mejor deportista de la historia del mundo en cualquier disciplina. Ningún entorchado está fuera de su alcance. El mundo y la historia se le han quedado cortos.

(Este artículo ha respetado escrupulosamente el deseo de Rafael Nadal de romper todo vínculo promocional con la tierra donde nació, por lo que en ningún momento se hace mención explícita o implícita de esa geografía).