He estado a punto de recalentar y republicar el artículo del año pasado, tan oportuno hoy como entonces. No quedará otro remedio que repetirse, si durante la década en ciernes se sigue prodigando la final estándar Nadal-Federer. Es la cuarta cita parisina con ganador mallorquín en nueve años, la tercera consecutiva en ese templo. De no haberla jugado el tenista de Manacor, había un 25 por ciento de que el honor recayera en Moyá.

Con esa tónica, Roland Garros tendrá pronto más ganadores mallorquines que españoles, por poner una raza vecina. Ser mallorquín es un factor de riesgo para vencer en ese torneo, lo llevamos en los genes. Debiera haber docenas de entrenadores por las carreteras de Mallorca -entre ellos, los que Federer tendrá que seguir despidiendo para enfrentarse a Nadal en condiciones-, buscando a adolescentes que, con toda seguridad, llegarían a la final de Roland Garros por haber nacido en la isla adecuada.

Si eres un turista mallorquín, y te paseas por las arboladas proximidades de Roland Garros, te alistan directamente en octavos de final de la competición. Me sorprende que el enviado especial de este periódico no fuera obligado a saltar a la pista, para poner a prueba su revés. La desgastada Francia, en cambio, sólo aporta la árbitro. Sarkozy tendrá que hacer algo al respecto.

He visto el Nadal-Federer de la temporada de primavera, para que ustedes no se tomaran la molestia. Son tan largos, y se sufre tanto. El mallorquín sólo parece humano frente al suizo, pero se trata de un espejismo pronto desvanecido. Lo más bonito del choque entre ambos son los numerosos errores que cometen, obligados por una vez a jugar al límite. Se muestran fenomenalmente imprecisos, estos dos mamíferos casi perfectos sólo fallan cuando se enfrentan.

En toda relación de pareja -Nadal y Federer han oficializado su compromiso- prima el factor psicológico. En el biorritmo del partido, los bajones de Federer eran más acusados, aunque el suizo subía el pistón a cada remontada de Nadal. Atendiendo a la posición del cuerpo y la raqueta, el golpe de Federer es imprevisible. Lanza el revés con facilidad y limpieza de tenis de mesa. Nadal no se inmuta. Ambos se muestran sorprendidos de las bolas que el otro es capaz de devolver. Fuerzan la imaginación. De ahí que, en el quinto juego, el mallorquín se muestre suspicaz ante un regalo algodonoso del suizo, y falle la réplica.

En una final, la clave es dilucidar el momento decisivo. Me alegra de que me hagan esta pregunta. Ocurrió en el último tanto del primer set. Federer podría haber perseguido la pelota, que se escapaba a su derecha. Vaciló, y la entregó sin disputarla. Faltaban más de dos horas, pero el suizo acababa de perder el partido. Su miedo explica que cometiera dos fallos no forzados por juego disputado. Ese handicap equilibra con creces la diferente calidad en el servicio, o la alergia a la red de un mallorquín que sólo sube a ella una vez cada cuarenta minutos.

Federer me recuerda a Ferrero, arrasado en su día por el huracán Nadal. El mallorquín se ha liberado del maleficio de la batalla de las superficies, cuando se pretendió reducir a un circo los partidos como el de ayer. He necesitado tres Roland Garros para acreditar que nuestro compatriota se impone por su fortaleza mental -salvar puntos de break ante Federer con el segundo servicio-. Es difícil saber si dispone de los recursos de antemano, o los inventa sobre la marcha. Nunca pierde la concentración cuando va por detrás, sólo cuando gana.

Si ante Moyá pensé en Michael Jordan, ayer vi en la superficie de coso taurino a Kasparov, por algo el ajedrez es el deporte favorito de Toni Nadal. El mallorquín jugaba además en campo contrario, ante un público remiso a aplaudirle. Ellos se lo pierden. Las iniciales de Roland Garros también sirven para "Rafa Ganador", y "Real Ganador".

Nos queda espacio para una paradoja final: Federer es mejor jugador que Nadal, si usted anda buscando un profesor para su hijo. Recuerde que un chaval de la isla tiene un 30 por ciento de probabilidades de alcanzar la final de Roland Garros. Sin embargo, el mallorquín convierte al suizo en danés, o en Hamlet más concretamente. Lo siembra de dudas, aunque es Rafel Nadal quien se enfrenta hoy a un dilema existencial. ¿Qué haces, cuando has ganado tres Roland Garros consecutivos y todavía tienes 21 años?