Carlos Moyá describió a la perfección, el pasado miércoles, lo que se se siente cuando te enfrentas a Rafel Nadal: "Cada pelota es un volver a empezar", dijo el tenista mallorquín tras caer de forma clara ante su paisano. Ayer, Novak Djokovic debió sentir lo mismo. Pese a jugar un tenis de altísimo nivel, acabó desesperado, confuso, como preguntándose ´qué estoy haciendo yo aquí´. Ni jugando el mejor tenis de su vida fue capaz de ganarle un set a un Nadal que, por tercera vez consecutiva, jugará la final de Roland Garros. Su rival será Roger Federer, en lo que supone la repetición de la pasada edición. Un partido, el del domingo, que llega con el morbo que supone la derrota del mallorquín ante el suizo en la final de Hamburgo del pasado 20 de mayo, cortando su racha de 81 victorias consecutivas sobre tierra.

Desde 1994, ningún jugador había llegado a la final sin ceder un solo set. El último fue Alberto Berasategui, que acabaría sucumbiendo ante un Bruguera que conseguiría su segundo título en París. Además, Nadal es el primer jugador desde 1980 que jugará la final por tercer año consecutivo. Iguala al sueco Bjorn Borg que aquél año conseguiría el tercero de sus cuatro títulos consecutivos, sumándose a los dos que logró en el 74 y 75.

Nadal y Djokovic, los dos jugadores más jóvenes del torneo, con 21 y 20 años respectivamente, jugaron un tenis de altísimo nivel, de alta escuela, con una intensidad descomunal. Cada punto parecía el último del partido. El mallorquín, apoyado en la pista por Pau Gasol, que presenció el partido en compañía de su novia, serbia -¿con quién iría?- empezó algo nervioso. La prueba es que Djokovic le rompió el servicio hasta dos veces. "Va, Rafel", se escuchó desde la grada. Era el grito de ánimo de su tío Toni cuando, con 5-4, su sobrino se disponía a servir para adjudicarse el primer set. Perdió el juego. Pero, al igual que ocurriera en el partido de Federer, en los momentos complicados, cuando hay que sacar un plus de donde sea, Nadal solventó la papeleta para llevarse el set por 7/5. Lo celebró como en las mejores ocasiones, con un gesto de rabia, lo que daba a entender lo mal que lo había pasado tras una hora y seis minutos de dura lucha.

El segundo set comenzó como el primero. Djokovic, que tiene problemas respiratorios crónicos -respira por la boca- y juega con lentillas, conservó su servicio en los tres primeros juegos, al igual que Nadal, que dio un golpe de efecto al partido en el séptimo juego al romper el servicio de su rival, cada vez más resignado a su suerte. El último punto de este séptimo juego fue, posiblemente -hubo muchos-, el mejor del partido, con un intercambio de golpes magistrales que acabó con un golpe de derecha del mallorquín que despertó la admiración del público que llenaba la Phillippe Chatrier. No se podía jugar mejor, y el gran nivel de Djokovic hace todavía más meritoria la victoria del manacorí.

El tercer set fue el más flojo, y sólo faltó que Nadal lo empezara con una rotura de servicio. El serbio, apoyado desde la grada por una veintena de personas que lucían su misma camiseta amarilla, pensó que ya había hecho demasiado y que su momento, si es que lo tuvo, ya había pasado. Los juegos fueron cayendo a favor de un Nadal que ya jugaba sin presión. No así su tío, para quien los partidos no finalizan hasta que se gana la última pelota. Un ejemplo. Con 5-2 y 30-0, es decir, a dos pelotas de alcanzar su tercera final, se escuchó por segunda vez a Toni Nadal. "No aturis", le gritó, en una nueva muestra de entender el deporte del mentor del campeón.

Muy a su pesar, Nadal llega como gran favorito a la final de mañana domingo. Federer es el número 1 y viene de ganarle en Hamburgo, pero Nadal es el doble campeón de Roland Garros y nunca ha perdido en la central. Con la de ayer son ya veinte victorias consecutivas. Pero, lo más importante, el de Manacor llega al duelo cumbre en un estado de forma sublime. Parece imposible que alguien pueda derrotarle. Ni siquiera Federer.