Cuando Carlos Moyá se dio a conocer al mundo, en la final del Abierto de Australia de 1997, ante el norteamericano y por entonces número uno del mundo, Pete Sampras, Rafel Nadal tenía diez años. Seguro que el de Manacor no vio la final -fue a las cuatro de la madrugada, hora española-, pero su tío Toni, que ya le entrenaba, le debió contar las excelencias del juego del que unos años más tarde iba a ser el espejo donde mirarse y su amigo. No del alma, pero su amigo al fin y al cabo.

Rafel ya apuntaba buenas maneras en el deporte de la raqueta y estaba muy lejos de pensar que ocho años después jugaría, y ganaría, su primera final de un Grand Slam. Quién sabe si en aquella final de Melbourne perdida por Moyá nació la leyenda Nadal. Aunque era sólo un niño, apuntaba buenas maneras. Y, lo más importante, estaba rodeado de un entorno que le marcó el camino para intentar ser alguien en el mundo del tenis.

Nadal conoció a Moyá en la entrega de premios del torneo Nike junior celebrado en el Real Club de Tenis Barcelona, el club del palmesano, en 1999. Moyá estaba en la cresta de la ola. Un año antes había conquistado su único Roland Garros y, hacía pocos meses había llegado a ser, durante quince días, el número uno del mundo. Nadal, con 12 años, había logrado uno de esos torneos para infantiles, donde empezaba a despuntar. Fue un primer contacto, breve, pero premonitorio de lo que iba a suceder. Sin saberlo, Moyá había entregado el premio al que iba a ser su sucesor. "Yo apenas le conocía, pero me habían hablado muy bien de él. Pero con doce o trece años que tenía era muy complicado pronosticar su futuro", apuntaba ayer Moyá, rememorando aquellos años.

El tiempo fue pasando hasta que en 2002, y junto a Tomeu Salvà, Nadal se proclamó en La Baule, una localidad cercana a París, campeón del mundo de selecciones en categoría cadete. Su palmarés empezaba a engordar. Ya era campeón de Europa y del mundo en categoría infantil y campeón de Europa en pista rápida y sobre tierra batida en cadete, además de semifinalista de Wimbledon en categoría junior. Seguía siendo una promesa, pero muy cerca ya de convertirse en realidad. Si así ha sido es porque sus padres y su tío y mentor Toni le han insistido en que nada se consigue sin esfuerzo.

Cuatro años después de que Moyá entregara aquel trofeo a Nadal en Barcelona, se verían las caras por primera vez en una pista de tenis. Fue el 14 de mayo de 2003, en la segunda ronda del torneo de Hamburgo, y el de Manacor protagonizó la gran sorpresa al ganar por 7/5 y 6/4. Fue un bombazo porque Moyá estaba entre los diez mejores del mundo y Nadal apenas acababa de entrar entre los cien primeros. "Me dio como vergüenza ganarle", reconoció poco después un Nadal que aún no había cumplido los 17 años.

Después se han visto hasta cuatro veces más en una pista de tenis, pero la amistad entre ellos, al margen de los resultados -3-2 para Nadal- no sólo no ha decrecido sino que ha aumentado con el paso del tiempo. Buena culpa de ello fue la conquista de la Copa Davis en 2004, en Sevilla. Nadal logró un punto importantísimo para la eliminatoria, pero fue Moyá el que sumó el definitivo, convirtiéndose en el héroe de aquellos días. "La Copa Davis nos unió todavía más", dijo Nadal tras vencer a Hewitt. Hoy, en la pista central de Roland Garros, uno de los templos del tenis, prolongarán su historia. Una historia de amistad.