Joan Laporta está dispuesto a demostrar, como sea, que el Barça es mucho más que un club y por sus últimas actuaciones da la sensación de que lo quiere utilizar como una poderosísima plataforma política. Apenas hace un mes que desató la polémica tras exhibir una gran pancarta para promocionar el Estatut -que según señalan ahora los expertos constitucionalistas contratados por el PSOE es en la mayoría de sus artículos inconstitucional- y el pasado fin de semana permitió que se desplegara en el centro del campo, sobre el césped, un mapa enorme de lo que los independentistas llaman países catalanes, que incluye a Valencia y a Balears.

Tal vez, el presidente del Barça pretende situarse en el lugar más extremo del nacionalismo catalán e identificarse con sus postulados para que nadie le pueda vincular ideológicamente con su cuñado, ese directivo del club, Alejandro Echevarría -perteneciente a la Fundación Francisco Franco-, el cual según todos comentan en Cataluña ha sido el principal soporte económico de Joan Laporta durante años y años.

Personalmente, me da igual que Joan Laporta sea independentista y su cuñado franquista. El problema no son ellos, sino la institución a la que representan y que se han empeñado en que sea noticia no por sus éxitos deportivos sino por sus escándalos políticos. Si Joan Laporta quiere dedicarse a la política, como hizo antaño, que lo haga con todas sus consecuencias. Que se afilie o funde un partido político, se someta al implacable veredicto de las urnas y ejerza las funciones que sus conciudadanos le quieran mandatar. El problema es que pretende hacerlo pero desde un terreno, el deportivo, absolutamente impropio y que debería preservarse de cualquier confrontación política.

Él rompe las reglas del juego, quiere jugar su partida con las cartas marcadas y taparlo con esa filosofía indeterminada de que el Barça es más que un club, lo que para él significa tomar cualquier decisión que le venga en gana aunque sus afiliados no estén de acuerdo. La actuación de Laporta y la cesión del Nou Camp para hacer un día sí y otro también proclamas políticas debería ser analizada por los socios del club como por las autoridades deportivas.

Si fuera un político al uso debería someterse, bien a la disciplina de su partido, bien al dictamen de sus electores; entonces, ¿por qué los órganos deportivos no toman cartas sobre el asunto? ¿Por qué ese terreno económicamente tan rentable es absolutamente inmune? El Consejo Superior de Deportes, según dice, es partidario de que se prohíba la difusión de proclamas políticas en recintos deportivos y en la misma línea se ha pronunciado la Federación Española de Fútbol. Sin embargo, ninguno de estos organismos tiene capacidad para modificar la normativa vigente o imponer sanciones sobre la utilización del deporte como arma política, facultad que está reservada y, sólo a modo de recomendación, para el Comité Nacional contra la Violencia.

Si a los futbolistas no se les permite portar publicidad con reivindicaciones políticas, ¿por qué no se hace lo mismo con los estadios? Donde sí se prohíbe, por cierto, la utilización de símbolos xenófobos o racistas.

Lo que está haciendo el presidente del Barça crea una crispación indeseada que puede terminar incentivando actos de violencia absolutamente reprobables y alguien debe parar ese abuso de autoridad. El mapa que se exhibió el pasado fin de semana ha resultado ofensivo para Valencia y Balears, que también tienen equipos en Primera División. La consecuencia es que los próximos encuentros de ellos con el Barca ya se están calificando de ´alto riesgo´.

La actuación de Laporta no sólo es una irresponsabilidad sino que huele, que apesta, a demagogia barata, a oportunismo político y a oscuros intereses. Alguien debería frenarlo si no queremos que el deporte también se contamine del irrespirable ambiente de enfrentamiento y crispación política que vivimos en España.