Es una final contra todo pronóstico y, en algunos aspectos, contra el propio fútbol.

No es bueno para el espectáculo que Grecia sea, como mínimo, subcampeona de Europa. Ya decía Javier Clemente que quien quiera disfrutar que se vaya al circo, pero acaso el fútbol no sea, finalmente, más que una gran carpa repleta de payasos, danzarines, malabaristas, magos e incluso algún animal.

Otto Rehhagel, el técnico de moda en esta Eurocopa, tiene el mérito de haber impuesto lo más elemental. Si uno carece de recursos, no tiene otra opción que destruir los del contrario. Sus jugadores se han aplicado a ello con una disciplina digna del mayor encomio, con un orden imprescindible cuando uno tiene que usar este sistema el cual, y eso

no es ninguna novedad, da resultado muchísimas veces. Se han ganado ligas jugando con diez hombres de medio campo para atrás, pero de las competiciones de máximo nivel uno espera alguna novedad, un poco de imaginación y hasta, dentro de los límites de lo posible, cierta fantasía.

No es que Portugal haya jugado como para tirar cohetes, aunque en Lisboa estos días se hayan agotado las existencias. Ya cayó ante los griegos en la primera e insoportable edición de la final de esta noche, pero por el bien del deporte de las masas que no han faltado, es mejor que el título se quede en casa.