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Libros

Julio Llamazares hace el viaje que llevó a su padre a la guerra

El autor ha saldado "una deuda moral y una deuda literaria" llevando a cabo el mismo trayecto que su padre y su amigo Saturnino emprendieron juntos en 1936 al frente de Teruel

Julio Llamazares, en Teruel, escenario de su último libro, 'El viaje de mi padre'.

Julio Llamazares, en Teruel, escenario de su último libro, 'El viaje de mi padre'. / Jeosm

Juan Cruz Ruiz

Cuando la Guerra Civil hizo sus primeras sangres en el país perplejo que era la España a la que convocaba la guerra civil incitada por Franco y por sus seguidores, españoles y extranjeros, el padre de Julio Alonso Llamazares, que para la historia literaria es Julio Llamazares, emprendió viaje al frente de Teruel.

Aquel hombre, que luego sería maestro de una escuela a la que también acudió su hijo, era un muchacho de 18 años en 1936. Emprendía aquel viaje de difícil retorno con su amigo Saturnino Díez Tascón. El destino era incierto como la vida y como las guerras. El trayecto era tan peligroso como la boca de un volcán. Estaba lleno del horror de la muerte: la destrucción del otro, hermano o paisano. Aquel fue el episodio más duro de nuestra historia en siglos.

El hijo de Nemesio Alonso Díez, que nació en 1955 en Vegamián, León, donde el ingeniero Juan Benet construyó la presa del Porma, se juró a sí mismo hace años que un día tenía que cumplir el viaje que hicieron su padre y su amigo hacia una guerra que los halló jóvenes propicios para cumplir con los horrores de las armas.

Para Julio Llamazares, autor de libros en los que los viajes son serenos como su escritura, ese viaje hacia aquel destino que cumplió su padre era el resultado de una promesa. Cuando le pregunté qué fue lo más difícil, lo más grato y lo más inolvidable del cumplimiento de aquella promesa que se dio a sí mismo, Julio Llamazares (cuyo libro, 'El viaje de mi padre', publica Alfaguara) me dijo que aquel viaje fue una pasión cumplida que tuvo dos consecuencias.

Fue un viaje literario propiamente dicho, que es el que le ha permitido contar el trayecto de la España de ahora para evocar aquel peligroso trayecto del padre. Ahora ese viaje es “especial y es agradable”, porque permite cumplir la promesa y regalarle al tiempo su propia experiencia convirtiendo en literatura un trayecto que, por muchas razones, resulta inolvidable. Y es un viaje grato, claro, porque en efecto le ha servido para saldar una deuda que tenía consigo mismo. “Una deuda moral y una deuda literaria”, la de llevar a cabo un trayecto, ir y volver, que su padre y su amigo Saturnino llevaron juntos en medio de un intenso peligro que, en su caso, ha sido un viaje como los que forman parte del que hizo su padre, con su amigo, en un sentido y otro de aquel tiempo de intenso peligro.

Promesa cumplida a sí mismo

En el caso del hijo, “es una promesa cumplida que me hice a mí mismo”. Y todo fue, en ese trayecto filial “inolvidable” porque “se ha quedado en mi memoria para siempre… Pero si tuviera que marcar un momento especial de todo el trayecto te diría dos: cuando llegué a la acera del Caminreal, donde ellos acamparon cuando llegaron en el tren y donde mi padre cogió una pulmonía que lo tuvo varios días con más de cuarenta de fiebre en un invierno de 22 grados bajo cero. Se quemaban las puertas y las maderas de las parideras de las ovejas para combatir el frío feroz de Teruel. El segundo momento fue cuando crucé la Sierra de Espadán, un laberinto fragoso y enriscado, entre Onda y Segorbe, donde mi padre y su amigo Saturnino estuvieron a punto de perder la vida”.

El viaje es ahora la escritura de Julio Llamazares, y el temblor de entonces, de cuando su padre hacía el trayecto más peligroso de su vida, está contado aquí como si estuviera aún vibrando aquella vida que estaba tan cerca de la despedida y de la muerte. El libro se abre con una 'Canción de cuna para mi padre' que ha escrito el poeta y que se une al escalofrío de la crónica general que sigue, con parsimonia y sosiego. Dice: “Sé que, una noche amoratada, te creció un fusil entre las manos./ Fue como una primavera de fusiles nacida a borbotones entre un brillo nervioso de cigarros. ¿Recuerdas?/ Y tú, con los zapatos sucios de miedo y de tristeza, te marchaste a pisar aquella España llena de/ sangre y de inmisericordia”.

'El viaje de mi padre' recorre ese episodio “de sangre y de inmisericordia”, y se va acercando, a medida que el viaje llega al punto en el que es más negro el tiempo y su porvenir. Hasta llegar, por ejemplo, “al frío de Calamocha”, donde el poeta se junta con la experiencia del pasado y cuenta cómo refleja él mismo el dolor que devuelve el espejo roto de la guerra. “En mitad de una plaza vacía ahora de gente (es la hora de comer), se alza majestuosa dominando el caserío y el páramo que lo rodea, ese que el frío bate en invierno sin compasión pero que hoy no me ha recibido al llegar aquí como me imaginé. ¡Con lo que mi padre me habló del frío de Calamocha!”. Pero el hostelero que lo recibe pone en su sitio al hijo de Nemesio Alonso Díez: “¡Ahora ya no hace frío!”. El tiempo ha pasado y ahora aquel temporal que heló el paso de los soldados por un país en periodo de destrucción es un episodio tranquilo de los inviernos.

La huella del padre

Subrayé en mi lectura, ya digo, muchos episodios, buscando entre las huellas los peligros y los días que evoca el poeta en el viaje hacia la huella del padre. En Caminreal se encuentra con jubilados de ahora que tienen ecos familiares de lo que pasó y que le explican que aquello “era un trasiego de tropas” cuyos efectos sufrieron los antepasados de estos interlocutores, uno de los cuales subraya un hecho que, como muchos que dominan el libro, convocan el escalofrío. “En estos pueblos”, le dice a Llamazares y él lo subraya, “la Guerra Civil ha estado viva hasta hace muy poco”. Y no es raro que el escalofrío del libro venga a dar con el que ahora siente este cronista que lo está subrayando.

'El viaje de mi padre' recorre ese episodio "de sangre y de inmisericordia"

Llamazares llega al camino de las grullas, por Caminreal. “Viéndolas surcar el cielo, mientras el anochecer cae sobre la estación del tren, con los Montes Universales diluyéndose al oeste, es imposible imaginar este lugar lleno de militares muertos de frío camino de un destino que ya tenían muy cerca de esas sierras negras que acompañan a la vega del Jiloca por la izquierda hacia Teruel, donde hace ochenta y seis años se libró la batalla más cruel de la guerra civil”.

Aquí, en este párrafo, que se rompe como un recuerdo oscuro, sentí que el propio narrador de este tiempo está sufriendo la palabra cruel como si fuera una daga. Hace 86 años eso pasaba allí y era, subrayo de nuevo, la peor batalla de la guerra civil… Allí, dice el autor, “fue el bautismo de fuego de mi padre y Saturnino en una guerra que a partir del siguiente día conocerían ya de verdad”. Muy mal lo tuvieron que pasar, le dice alguien a Julio y lo dice la historia, que no la dibuja un poeta sino también, en este caso, el hijo que la evoca. Fue un bautismo terrible, “el bautismo de fuego”…

La experiencia que deja la historia

“Muy mal lo tuvieron que pasar”, evoca el poeta y añade la experiencia que dejan la historia y lo que escucha: “Nadie vuelve de una batalla siendo el que era y menos de una batalla tan cruel como la que aquí se libró, tanto que su sonido aún resuena en la memoria de los vecinos de estos lugares que, igual que los soldados, la sufrieron en sus carnes y aún las recuerdan con pena y miedo”. Ese sonido está ahí, y es probable que ahora, cuando la palabra guerra vuelve a ser parte del apetito mundial, suene de nuevo hablando otra vez de la guerra que vivieron los antepasados de todos nosotros a partir de 1936.

Es un libro sobre aquella soledad, que es también esta soledad: la evocación de una época que no ha acabado de veras nunca

Anoté entre las muchas lanzas que tiene la crónica general que es este libro de dos escalofríos. Uno es el que me llevó a escribir la expresión 'La soledad de la larga posguerra' y 'Silencio y el padre'. Lo transcribo: “Imaginar este territorio lleno de militares y de maquinaria bélica y envuelto en ruido y en humo de bombardeos se hace difícil pese a que la historia diga que así ocurrió. Y más esta mañana soleada en la que las montañas parecen disfrutar de tanta paz, lejanos ya los tiempos en los que les tocó vivir un apocalipsis protagonizado por hombres y no por dioses en medio de un temporal de nieve que apenas permitía ver”.

Tristes tiempos, fueron muy tristes aquellos tiempos. Imaginar que ahora la historia tergiversada los evoque como un suculento combate por el futuro explica lo difícil que es entender los huecos del pasado, la dureza de la evocación que mantiene en vilo al autor, y al lector de este libro. Tristes tiempos. En la página 135 de este largo viaje a la vida del padre de Julio (y de su amigo Saturnino) encontré este párrafo: “Tristes tiempos en los que a la muerte se le rendían honores además de procurarla de todas las formas posibles, pienso mientras contemplo por el retrovisor del coche el perfil de la Sierra Palomera recortada contra el cielo de Teruel; un perfil que me acompañará ya el resto del viaje hasta la capital de la provincia como a mi padre y a sus compañeros ochenta y seis años atrás”.

Es un libro sobre aquella soledad, que es también esta soledad: la evocación de una época que no ha acabado de veras nunca, pues unos y otros, aquellos contendientes, los que hoy parecen querer una revisión artera de la época, tratan de devolver la obligación de purgar el pasado a aquellos que ya lo purgaron. En la página 142 recogí una explicación de aquel desierto que es ahora, en la memoria, un territorio sin fin.

Llamazares se despide de uno de sus numerosos anfitriones, en este caso en una zona en la que se buscan y se encuentras vestigios de aquellas muertes que viven hundidas en la historia. Memorias cerradas “a cal y canto” como las casas que ya no son de nadie, ni del tiempo. Dice Julio, despidiéndose de uno de sus encuentros del viaje: “Ojalá que no sea así –le deseo a José Luis dándole la mano antes de que se vaya a seguir con su trabajo mientras yo prosigo con el mío, que no es otro que viajar por un paisaje al que le sobran recuerdos y le falta presente, para desgracia de los turolenses”.

Terminaba así José Hierro su 'Réquiem', un poema memorable que también evoca estas tristezas: “No he dicho a nadie que he estado a punto de llorar”.

El viaje de mi padre

Julio Llamazares

Alfaguara

328 páginas

20,90 euros

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