Oblicuidad

Te encuentras con David Lynch en todas las películas

Los emocionados homenajes de quienes llevaban años sin recordar al director omiten que permea sin escapatoria el cine actual

Ya nadie sabe quién es el asesino, como quería David Lynch.

Ya nadie sabe quién es el asesino, como quería David Lynch. / AP

Matías Vallés

Matías Vallés

Este año Barbie se llama Emilia Pérez y Oppenheimer se titula The brutalist. Esta concordancia hubiera engendrado un original artículo si no hubiera muerto David Lynch, otro de esos fallecimientos en que nadie quiere quedarse fuera del ataúd. Los admiradores mortuorios del director se lo tenían muy calladito, casi ninguno de los heraldos supera la prueba de haber escrito de su mito durante la última década, con la misma extensión y fervor que a razón de su muerte.

El pésame sin conocimiento de causa pero pletórico de sensibilidad ya dominó la desaparición de Marisa Paredes, cuando Pedro Sánchez no supo singularizar ninguna película de la actriz, y tuvo que aferrarse al embarazoso «todas». Hubiera sido más decente un «su cara me suena», esperemos que el juez Peinado no contemplara esta improvisación fraudulenta, porque la incorporaría de inmediato a su causa general.

David Lynch sería un creador de mérito sin Blue Velvet, pero el cine contemporáneo puede prescindir de la producción completa del director estadounidense que parecía británico a excepción de Blue Velvet. A nadie se le ocurriría tragarse hoy una película de este artista polifacético, pero tampoco hace falta porque su interrupción del hilo narrativo con propuestas surrealistas resume la esencia del cine contemporáneo.

Te encuentras con David Lynch en todas las películas, el perfume de Blue Velvet se sigue desparramando hasta el extremo de que la narración lineal ha desaparecido. Lo real es surreal y viceversa. Incluso el porno suave pero agradecido de Nicole Kidman arrastrándose literalmente por Babygirl contiene escenas solapadas de la infancia asilar de la protagonista, que justificarían sus estragos sexuales.

Según ordena Lynch, más axiomático que el Dogma danés, la racionalidad se ha esfumado y en toda película que se precie hay que hablar con los muertos. También ha desaparecido la identidad del asesino, desde Anatomía de una caída a su plagiaria Cuando cae el otoño, donde copian hasta el niño. La narración lineal ha desaparecido.

Desde Lynch, el cine es una forma de hurgar dentro de nosotros mismos. Emilia Pérez no solo tiene un trasfondo de Corazón salvaje, sino también la sustitución de la esencia por la peripecia. Y la película del año se titula desde luego La sustancia. Deseo que le caigan todos los premios a ese body horror a cambio de que no me obliguen a volver a verla. Pero en ella habita Lynch escoltado por otro David, el canadiense Cronenberg.

Si quieren hablamos de Lynch como huésped del cine de Sorrentino, pero la efusión nos dejaría sin tiempo para felicitar al director fallecido por su Óscar póstumo, en la figura de Isabella Rossellini nominada por una sola frase en Cónclave. No hay escapatoria, ya querríamos que la impronta del cineasta elefante fuera menos invasiva. Todo el cine es hoy ‘lynchable’, y la única producción audiovisual que no comparte este sello rompedor se llama teleserie, porque nadie en su sano juicio se atrevería hoy con un Twin Peaks.

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