Obituario

M.A.R. en Mallorca

En la muerte de Mariano Antolín Rato

Mariano Antolín Rato, fotografiado en una de sus visitas a Mallorca en 2011. | B.NOGUERA

Mariano Antolín Rato, fotografiado en una de sus visitas a Mallorca en 2011. | B.NOGUERA

José Carlos Llop

José Carlos Llop

El pasado jueves busqué en la Biblioteca de Babel el último libro de poesía de Juan Antonio Masoliver Ródenas. Iba pasando el dedo por el lomo de los libros cuando vi una edición de Derek Walcott que no conocía. La saqué de la estantería y el nombre del traductor lucía flamante en la cubierta: Mariano Antolín Rato. Pensé en varias cosas: la primera en la casa que Fernando G. Corugedo tenía alquilada en Génova, con una terraza que dominaba la ciudad, el puerto y el mar. Una vista espléndida. En esa casa –hablo de los 70– fui feliz. Lo feliz que puede ser un joven que no ha cumplido los veinte. Pensé en ella como el lugar donde conocí al poeta Villena, a Martín Artajo –un personaje, hijo de ministro franquista–, al novelista Mariano Antolín Rato y a su mujer María Calonje. Allí, en una fiesta, escuchamos al grupo Tequila por vez primera (acababan de grabar su primer disco, que trajo Mariano de Madrid) y nos recuerdo bailando sin parar –también estaban Jimena, David y su mujer Josefina–, encantados de escuchar rock en nuestra lengua y que no sólo no sonara mal, sino que sonara estupendamente y con eco de los Rolling. En esa casa viviría también algunas semanas Eduardo Haro Ibars, que vino con su mujer Blanca Uría y estaba a punto de publicar su poemario Sex-Fiction (aquella tarde me regaló su primer libro, titulado Pérdidas blancas). Y esa casa aparecería años más tarde en los versos del libro de Juan Antonio Masoliver Ródenas, La casa de la maleza, que le publicó Vallcorba en su colección Sirmio y además de la poesía en sí, el libro como objeto –encuadernado en tela amarilla y con tipografía Bodoni– era precioso. Continúa siéndolo.

O sea que el jueves pasado yo buscaba el último libro de Masoliver –En el jardín del poema, que recomiendo vivamente– y me encontré en los estantes con Mariano, a quien reproché mentalmente que no me hubiera enviado su Walcott cuando apareció, aunque sólo fuera para recordar que fui el primero en traducirlo en España. Tengo otros libros suyos dedicados siempre con afecto y de repente surgieron algunos recuerdos de cuando los miembros de nuestra particular Beat Generation pasaron por Mallorca de la mano, repito, de mi amigo Fernando G. Corugedo y todos fuimos, de una manera u otra, contraculturales. Aunque en ese ‘todos’ cupiéramos, entonces, muy pocos. El sábado por la tarde supe que Mariano Antolín Rato había muerto en su casa de Motril la noche-madrugada del jueves al viernes y me vi muy pocas horas antes de su muerte cogiendo el libro de Walcott traducido por él. Lo interpreté como un último mensaje: creo en estas cosas. Ya era de noche y esperé a llamar a Fernando a la mañana siguiente. Cuando hablamos, aún no lo sabía.

Mariano Antolín Rato fue –ha sido– el novelista más nuevo del siglo XX –lo que incluye lo vivido el XXI–, el más distinto y uno de los más serios y originales de la generación de los 70. Mariano Antolín Rato fue el autor de la primera y canónica biografía de Bob Dylan hecha en España, al menos la primera que tuvimos entre las manos. Mariano Antolín Rato fue una isla en la que su labor de traductor –su modus vivendi– fue esencial en la elaboración de su corpus literario: Burroughs, Kerouac, Gertrude Stein, Carver o Lowry –¿hay quién dé más?–, pero también de Scott Fitzgerald, William Faulkner o Breat Easton Ellis. Los primeros –especialmente Burroughs, pero también Faulkner– están detrás de la construcción de su inicial y personalísimo mundo novelesco, moderno y riguroso, el que le dio a conocer y sigue manteniéndolo en el lugar que conquistó, que ya dije, es un lugar aislado, complejo, rico y único. Los segundos se vislumbran a veces en la segunda parte de su obra, menos difícil que la primera. Guiémonos por sus títulos: en el primer grupo (de 1973 a 1978) están Cuando 900 mil Mach aprox, De vulgari Zyclon B manifestante, Entre espacios intermedios WHAMM!. En el segundo figuran Mar desterrado, Abril Blues, Fuga en el espejo, Lobo viejo o El picudo rojo –que premiamos con el Juan March Cencillo en 2009–. Y entre ambos grupos de novelas, existe una zona de transición de abarca Campos Unificados de Conciencia y Mundo Araña. Insisto: no hay –ni hubo– nadie en España que reuniera tanta soledad artística, exigencia consigo mismo y novedad. Ha sido un autor a caballo entre el visionarismo y su época y cuando digo época no me refiero a la que le tocó en España: aquí se la inventó él con mimbres californianos, londinenses, zonas inexploradas y si me apuran la ciencia ficción y la pintura de Liechtenstein.

Pero he citado su faceta de traductor y he de mencionar dos cosas más al respecto: la primera que no solía firmar sus traducciones con su nombre sino con seudónimos, el más conocido, Martín Lendínez. Y en ese Martín Lendínez se ocultaba también su compañero de tierra de origen –ambos asturianos– e íntimo amigo de generación, Fernando G. Corugedo, mallorquín de adopción desde que se instaló en la isla para trabajar como secretario de Camilo José Cela y darle un impulso nuevo a la revista Papeles de Son Armadans. Con Mariano, que ha muerto a los 81 años recién cumplidos, se ha ido también una parte de Fernando, que sigue entre nosotros y fue el motor de que los poquísimos y más importantes miembros de la Beat Generation española conocieran y vivieran –días, semanas o meses– en Mallorca.

And last but not least: M.A.R. fue –y lo cito porque es algo que va unido a su expansión mental y de conciencia y por tanto literaria– un experto en el uso de las sustancias psicotrópicas. Lo fue en su forma de vivir, equiparable de algún modo a la del maestro Escohotado, de quien era muy amigo. Y lo fue en la línea experimental de Leary o Jünger, poca broma. Sin perder jamás la sonrisa, la amabilidad y la cercanía. Sin perder un señorío en su forma de estar en el mundo, parejo, por ejemplo, al de Fernando. Lo recuerdo ahora bailando a Bowie con María Calonje y conmigo en una discoteca del Jonquet hasta altas horas de la madrugada: otros tiempos y otra vida que Mariano enriqueció con su inteligencia y saber estar. Y lo recuerdo en nuestro último encuentro –comiendo en el Club Náutico– con Fernando y María, Semper fidelis, idéntico a sí mismo, por evocar a Mallarmé y porque siempre fue así. Y nos vuelvo a recordar, más atrás, al principio de conocernos, en la casa de Génova bailando con Tequila y desayunando por la mañana o charlando de literatura por las tardes –cuando Martín Artajo acababa de levantarse– y Fernando nos acogía como el prior de un monasterio cátaro. Porque eso éramos entonces de espaldas a las ortodoxias del momento y alguno de aquellos fragmentos de vida están recogidos en mi novela Reyes de Alejandría. De todo eso, ha pasado medio siglo.

Masoliver, repito, escribió la casa de Génova en verso y horas antes de que Mariano Antolín Rato muriera de forma repentina, salí de la librería Babel con En el jardín del poema en las manos y todos esos recuerdos que surgieron de descubrir azarosamente a Walcott traducido por M.A.R. No podía sospechar siquiera que esa presencia era el último mensaje de quien estaba a punto de marcharse para siempre muy pocas horas después. Ahora nunca podré decir que se fue sin avisar: no era su estilo.

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