Aniversario

Picasso: en la muerte del minotauro eterno

Este sábado, 8 de abril, se cumplirá medio siglo de la muerte del pintor icónico del siglo XX. Aprovechamos la fecha para esbozar un relato íntimo y social sobre el entonces del fallecimiento (y sus alrededores) de alguien que siempre fue algo más que un simple genio. De una velada entre amigos al suicidio de un nieto, pasando por las disputas familiares y la aventura de dos malagueños que querían testimoniar el afecto de la tierra natal en el adiós

Pablo Picasso, en su estudio de la villa de Notre-Dame-de-Vie, en Mougins (Francia), donde falleció el 8 de abril de 1973.

Pablo Picasso, en su estudio de la villa de Notre-Dame-de-Vie, en Mougins (Francia), donde falleció el 8 de abril de 1973.

Víctor A. Gómez

Pablo Picasso llevaba prácticamente diez años sin salir de casa. Claro que su casa era una villa de 35 habitaciones, Notre-Dame-de-Vie, en Mougins (Francia). Cuenta el periodista y amigo Henri Diacono que la última vez que salió Picasso a un acto social, en Cannes, se puso el único esmoquin que poseía. «Estaba apolillado debajo de las mangas, así que me quedé toda la noche con los brazos tiesos», le comentó el genio a Diacono. «Estaba feliz. Incluso se acercó una mujer para invitarme a bailar. Me negué», compartió.

Al malagueño le gustaba demasiado, en palabras de Diacono, «el espectáculo de la tranquilidad», que se imponía incluso a él mismo: «Cuando se ponía de mal humor, él mismo se encerraba con llave y rechazaba el contacto con ese otro mundo, que no es el de él». Con 90 años, seguía recibiendo a amigos con el entusiasmo de siempre. «Nos reprochó nuestra falta de apetito. Bebe, aún queda champán, anda, bebe por mí, yo no puedo... Come chocolate, a mí me lo tienen prohibido, la fruta confitada, ¿a que es rica? Y se levantó la camisa para mostrarnos una cicatriz: Todo este régimen es a causa de esto». Esa noche acompañó a sus invitados a la puerta a las cuatro de la madrugada. «Hace demasiado frío afuera», se disculpó.

Líquido en los pulmones

El día anterior a su muerte, un sábado, Picasso había estado paseando por el pequeño parque que rodea la enorme casa de piedra con vistas a los Alpes marítimos. Jacques Barra, el jardinero del malagueño, le mostró anémonas y pensamientos, que le complacieron especialmente. Horas después, el artista y su esposa, Jacqueline Roque, habían invitado a cenar a unos amigos. Don Pablo estaba de muy buen humor. «Bebe por mí, bebe por mi salud», instó, sirviendo vino en la copa de su abogado y amigo de Cannes, Armand Antebi. A las 23.30 horas, Picasso se levantó de la mesa y anunció: «Y ahora debo volver al trabajo». Llevaba semanas trabajando con especial intensidad, preparándose para una gran muestra de sus últimas pinturas en el Palacio de los Papas en Avignon en mayo. Esa noche pintó hasta las 3 de la madrugada y se acostó.

El domingo por la mañana Picasso se despertó como siempre, a las 11.30, pero no pudo levantarse de la cama. Jacqueline pidió ayuda pero a las 11.40, el maestro falleció. El doctor George Ranee, que acudió a Notre-Dame-de-Vie, certificó la muerte minutos después: edema pulmonar, líquido en los pulmones. En el lecho de muerte, Jacqueline, su hijo Pablo, el jardinero y e secretario particular del pintor, Michel. La muerte fue un episodio rápido, eficaz, como había querido Picasso. No le gustaba hablar de la muerte (cuentan que recordaba a los amigos fallecidos siempre mencionándolos en presente) pero no le tenía miedo: «No me asusta la muerte. Lo que tengo miedo es de enfermarme y no poder trabajar. Eso es tiempo perdido». De alguna manera, el minotauro había vencido.

El castillo en la montaña

Las autoridades de Mougins no permitieron el entierro de los restos de Picasso en Notre-Dame-de-Vie, por lo que Jacqueline se decidió por Vauvenargues, el castillo que se compró el malagueño como gesto de soberbia a finales de los 50. ¿Conocen la serie de obras consagradas por Cézanne a la montaña de la Sainte-Victoire, en La Provenza? Don Pablo, sí, muy bien. Hasta la obsesión. En la montaña se encontraba un castillo, donde residió Luc de Clapiers, marqués, escritor y moralista del siglo XVIII. Picasso se compró el castillo, para pasmo de sus allegados: el castillo iba a necesitar años de remodelación (así fue: más de cuatro años de trabajos), estaba mal comunicado, era demasiado grande, no tenía una logística óptima... Al genio le daba igual: «Cézanne ha pintado esa montaña. Yo soy ahora su propietario».

Al final, Picasso y Jacqueline Roque vivieron en Vauvenargues poco más de un par de años: los médicos aconsejaron al malagueño trasladarse a un clima más benigno. Tampoco volvieron de visita en demasiadas ocasiones.

Cuando se ratificó el no de las autoridades de Mougins al entierro del cuerpo de Picasso en Notre-Dame-de-Vie, el recuerdo de lo que le gustaba la luz provenzal de la zona y lo majestuoso de su entorno (cuentan que a Picasso le recordaba a ciertos paisajes españoles por su relativa rudeza agreste) decidió a Jacqueline por el castillo. Y allí sigue su tumba. Jacqueline, la mujer a la que Picasso pintó 400 veces, la visitaba el día 8 de cada mes hasta que se suicidó de un disparo en la sien en 1986. Sus restos reposan junto a los de su marido. El fotógrafo y amigo del malagueño David Douglas Duncan metió en el ataúd de la francesa una de sus fotos del genio para que descansaran juntos.

Si le quieren...

El adiós a Pablo Picasso fue un auténtico galimatías, más propio del lío de la boda de Lolita Flores que de la despedida al genio artístico multimillonario del siglo XX. Gendarmes y curiosos se arremolinaron en las puertas de su residencia de Mougins. Todos querían entrar; pocos podían. Roque había prohibido que se acercaran por allí herederos exparejas del malagueño, especialmente Françoise Gilot y sus hijos, Paloma Claude: recordemos que Gilot escribió las escandalosas memorias Vida con Picasso, cuya publicación trató de torpedear el artista, para que sus hijos pudieran costearse los gastos legales de la batalla por ser declarados herederos legales de Picasso (Gilot Picasso nunca se casaron).

Lo cierto es que Jacqueline llevaba años preservando la intimidad de su marido, ya muy avejentado. Periodistas del mundo entero acechaban constantemente la casa, a la caza de primicias. Se cuenta que, en una ocasión, tras un descuido, el propio pintor cogió una llamada telefónica. Se trataba de un periodista alemán que preguntaba, directamente, si Picasso ya había muerto. El artista respondió: «Está usted hablando con el cadáver».

Mientras, en Málaga...

«A pesar de ser domingo y por tanto una tarde sin periódico, la noticia de la muerte del pintor malagueño Pablo Ruiz Picasso, difundida por radio y televisión, circuló ayer rápidamente por la ciudad y causó una fuerte impresión entre las personas de todas las clases sociales y niveles intelectuales, sustituyendo la noticia en las tertulias y conversaciones a cualquier otra y, sobre todo, a las de tipo deportivo, que suelen ser las más frecuentes en tardes domingueras», se lee en un ejemplar de ABC de esos días.

Dos malagueños sí pudieron entrar de alguna manera en el entierro de Pablo Picasso: Miguel Alcobendas y Francisco Ojeda Villarejo. Lo recordó así Guillermo Smerdou en un artículo en La Opinión de Málaga, del grupo Prensa ibérica.

Alcobendas, cineasta y director de la sala de exposiciones de la Diputación de Málaga y de su revista Jábega, estaba realizando con Ojeda una película sobre la niñez de Picasso en Málaga. Cuando se enteró de la muerte del genio, llamó por teléfono a su amigo y colaborador. Eran las diez de la noche del día 8 de abril. Le dijo: «Picasso ha muerto. ¿Qué hacemos?» La respuesta de Ojeda fue: «Lo único que podemos hacer es presentarnos allí...».

No resultó fácil la organizaciónviaje y presencia en Vauvenargues de la dupla boquerona. La persona que hizo posible el complicado y urgente desplazamiento de ambos fue el entonces presidente de la Diputación de Málaga y hoy alcalde de la capital, Francisco de la Torre. Les ayudó a renovar el pasaporte caducado de Alcobendas en minutos y la adquisición de los billetes de avión Málaga-Madrid, Madrid-Barcelona y Barcelona-Niza.

Diez horas después del óbito, los dos malagueños iniciaron el viaje no pudiendo llevar consigo un ramo de rosas rosas, flor favorita de Picasso, porque los kioscos de la Alameda estaban cerrados y ni en Madrid ni en Barcelona pudieron cumplir con el deseo de llevar flores de Málaga o España para depositarlo en la tumba del pintor. Al final las compraron en Cannes, con un lazo sobre el cual se podía leer en letras doradas «Málaga a Pablo Picasso».

Cuando llegaron al lugar tropezaron con una auténtica barrera de gendarmes que impedían el paso incluso a amigos íntimos del fallecido, como el alcalde de Vallauris. Paco Ojeda escribió sobre lo que sucedió entonces: «Miguel explicó al que parecía ser el jefe que habíamos llegado de Málaga con la única intención de llevarle unas rosas de su ciudad natal y que solo pretendíamos que su viuda tuviera conocimiento de nuestra llegada. El gendarme volvió minutos después para pedirnos los pasaportes que demostraban nuestra llegada desde Málaga en el día anterior. Cuando regresó nos comunicó que excepcionalmente aceptaba las rosas, pero que solo uno de nosotros dos podía entrar en el recinto. Las únicas flores que entraron en el interior fueron las que Miguel llevaba. Jacqueline aceptó la presencia de Málaga en un momento en que llegaban ramos de flores de distintas partes del mundo. Éstas fueron las únicas flores que pudieron depositarse sobre la tumba de Pablo Ruiz Picasso».

El summum del melodrama

La negativa de Jacqueline Roque a que otros familiares se acercaran al difunto Picasso durante el velatorio y el entierro dejó una honda impresión en Pablito, uno de los nietos (hijo de Paulo, el primogénito, que el pintor tuvo con la bailarina rusa Olga Khokhlova). Al día siguiente del fallecimiento del abuelo, se suicidará tragándose una botella de lejía

Las cosas no eran tan simples, claro: «Pablito era una persona atormentada, depresiva. Le provocó mucho dolor no poder ver a su abuelo, pero ésa no puede considerarse como la razón del suicidio», explicó Pepita Dupont, periodista amiga de Jacqueline. ¿Por qué el tormento? 

El yayo, desde luego, no ayudó. Pablito y su hermana, Marina, solían acompañar al padre, un alcohólico aspirante a motorista que sentía auténtico pavor por el pintor, a las puertas de su mansión; allí tenían que esperar horas para que les atendiera, si es que lo hacía, porque la mayoría de las veces le excusaban diciendo que estaba dormido o trabajando. En la mayoría de esas ocasiones Paulo iba a pedirle dinero a su multimillonario padre. Y se volvía de vacío. 

Por cierto, Pablito Picasso no falleció inmediatamente tras ingerir el ácido: Marina le acompañó en su lenta agonía, de más de tres meses; además, tuvo que costear el entierro gracias a las aportaciones de amigos y familiares. Eran Picasso pero pobres de solemnidad. Conocida es una frase atribuida a Émilienne Lotte, la madre de Marina (y también conocida por sus problemas psiquiátricos y con la bebida): «Ya veis, con toda su fortuna, ese cerdo [Pablo Picasso] siempre nos tiene sin blanca»

Francia: su parte de la tarta

Pocas muertes de un individuo suponen la modificación de una ley de un país. Pero la de Pablo Ruiz Picasso no fue una muerte normal. Tras el fallecimiento del genio, el Gobierno francés, muy astuto, cambió la ley del impuesto sobre sucesiones para permitir que los herederos del malagueño pagaran los impuestos adeudados por su patrimonio en obras de arte en lugar de dinero. Así que el Estado galo tomó 3.800 obras, que terminaron formando el núcleo expositivo del actual Musée Picasso. El resto se dejó para que la familia lo dividiera. Como pudiera.

Misión: la españolidad

El mismo día del fallecimiento de Pablo Ruiz Picasso se inició una aventura que continúa hoy día, la de reivindicar la españolidad del genio. Incluso desde el mismo franquismo, que el artista siempre despreció con saña. La tarde del óbito, en las Cortes Españolas, el presidente de la Comisión de Industria aseguró: «Picasso no era amigo del Régimen. Todos lo sabemos. Pero fue un español que con sus maravillosos pinceles dio brillo al nombre de su patria en el mundo del arte. España pierde un genio. Por eso me honro en proponer a esta comisión que conste en acta el sincero dolor por tan sensible pérdida». Y el acuerdo fue unánime.

La prensa española echó el resto, tal y como señala Mateo Revilla Uceda en La muerte de Picasso en la prensa diaria española: «Los periódicos iniciaron la operación de rescate nacional incidiendo en el viejo argumento del españolismo, haciendo hincapié en que su genialidad y su potencia creadora eran, en parte, productos de su esencia española, del espíritu de la raza». 

Algunos ejemplos: «Picasso fue español por los cuatro costados» (Ya), «Se sabe que han sido infinitas las ocasiones en las que con todo el talento que Francia sabe desplegar para estos casos, se había ofrecido a Picasso la ciudadanía francesa pero él siempre se negó a ofrecer su firma» (Pueblo), «Un hombre español, sin más, pequeño de cuerpo, grande de esfuerzo, como corresponde al español por la sangre» (Informaciones). El diario Información dio en la diana al recuperar las palabras de Gómez de la Serna: «Que es español, no puede negarlo, pues el español es el primero que se cansa de las formas del arte». El minotauro había pasado a ser un toro, directamente.

Titulares en el tiempo

«Proteico y prodigioso, la mayor fuerza individual en 70 años», rezaba el titular del obituario de The New York Times el día después de la muerte de Pablo Picasso. Se desató una fiebre picassiana sin precedentes, que culminó con la histórica retrospectiva del MoMA, en 1980, que dedicó por primera vez todas sus instalaciones a un solo artista. «No hay nada en el arte moderno que Picasso no haya inventado, practicado o al menos influido», justificaba el comisario de la retrospectiva, William Rubin.

Veremos pocos titulares en la prensa norteamericana estos días por el aniversario de la muerte de Pablo Ruiz Picasso. La controvertida vida personal del artista le ha llevado al borde de la cancelación; tampoco ciertas frases de don Pablo («Soy una mujer. Cada artista es una mujer y debe tener gusto por otras mujeres. Los artistas que son homosexuales no pueden ser verdaderos artistas porque les gustan los hombres, y como ellas mismas son mujeres están volviendo a la normalidad») le mantienen abiertas las puertas de la conversación social en estos tiempos donde la inclusividad es un desafío primordial.

Jackie Wullschläger lo resumió bien hace unos días en Financial Times: «Picasso fue el cronista visual supremo de la irresponsabilidad, la violencia y las inestabilidades del siglo, incluso sobre los roles sexuales. Él es parte de nuestra historia. Cada generación tiene que negociar con él; cómo lo hacemos nos habla no sólo de Picasso sino de nosotros mismos». El minotauro, tras su muerte, se hizo eterno: siempre estará ahí, mirándonos con sus ojos profundos, desafiándonos constantemente. 

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El valor de la herencia de Pablo Picasso, uno de los hombres más ricos del mundo en aquel 1973, fue calculada en entre 50 y 100 millones de dólares. El legado del malagueño incluía dos villas en el sur de Francia, un castillo, dos apartamentos en París y una gran colección de obras propias (las que llamaba cariñosamente «los picassos de Picasso») y de otros maestros modernos (Renoir, Menne, Modigliani, Braque y Matisse, entre muchos otros). 

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