Me faltará, me falta ya, Juan Antonio Horrach. No te saludaba, te daba la bienvenida. Siempre venía hacia ti, con nada que ocultar y todo por compartir. Hospitalario a carta cabal, acogedor, no recuerdo haberme despedido nunca de él. Eludíamos el adiós para alargar el tiempo compartido, ahora nos quedamos a solas con la frustración de una complicidad que eludió los protocolos.

Me faltará el mallorquín tranquilo, no imaginé que le fallaría ese corazón tan grande. Podemos hablar de tristeza desgarrada para cumplimentar el ritual, pero nunca vi alicaído a Juan Antonio y me parece injusto despedirlo con un rictus que no le pertenece. La sonrisa grandullona era su tarjeta de presentación. Reposado, curioso, sabía disfrutar de la vida que no siempre recompensa a sus fieles.

Celebrábamos encuentros de espionaje sin cita previa en la madrugada, como si hubiéramos dejado una señal de tiza en un árbol diseñado por Susy Gómez. A Juan Antonio le sobraban los motivos para quejarse de la prensa, un clisé en empresarios y políticos, pero no he conocido a nadie más incompatible con un reproche.

Fue un galerista arriesgado de alto nivel, que en algún momento debía desembocar en anfitrión de Marina Abramovic. Iba camino de un Orson Welles bonachón, cinefagia obligada porque casi siempre éramos los dos únicos espectadores de la sesión dominical nocturna de una película rara, activistas conscientes de que el cine se apagaba pero sin negarnos a verlo. Salgamos de este camino, porque Juan Antonio no se quejaba. Forma parte de Mallorca, y no pretendía más. Forma parte de Mallorca porque no pretendía más.